El impacto póstumo de Menem
La forma en la que dirigentes políticos y sociales, intelectuales y también muchísimas personas a pie procesaron la muerte de Carlos Menem hizo crujir algunos cimientos. En primer lugar, claro está, los del peronismo, forzado a desempolvar uno de sus pasados incómodos. De los mejor escondidos, el más fresco.
Porque el menemismo no es el único, desde ya: el recuerdo del gobierno 1973-76 yace bajo siete llaves y así será, parece, hasta el día en que Isabel Perón, también riojana, termine sus días y con ellos su enfático, longevo retiro. Período blindado por una amnesia estricta que solo deja pasar gloria plastificada para los “jóvenes idealistas”, los “Montoneros y peronistas” aplaudidos recientemente en la ESMA por los dos Fernández.
Junto con otros pormenores del siglo XX también fue borrada por el peronismo la segunda dictadura, la Revolución del 43, que tuvo como materia gris al coronel Perón. Dibujar la historia, suprimir fragmentos difíciles de encastrar, acomodar la serie al propio relato es una malformación política que la muerte extemporánea de los protagonistas ancianos a su vez suele alterar. De algún modo ya le había pasado al presidente Justo, negador de medio país, infatigable acosador de Hipólito Yrigoyen, a quien siguió metiendo preso y mandando a Martín García hasta el final, cuando debió resignarse a que el líder radical juntara en sus exequias (1933) a la mayor multitud reunida hasta entonces.
Dibujar la historia, suprimir fragmentos difíciles de encastrar, acomodar la serie al propio relato es una malformación política que la muerte extemporánea de los protagonistas ancianos a su vez suele alterar.
También es cierto que gracias a las crueles reglas de la competencia política la muerte mejora al antagonista. Ejemplos contemporáneos de esa variante del cinismo son los casos de Frondizi, Illia y Alfonsín, reconocidos post mortem, hasta adulados por muchos de los que les habían hecho durante sus gobiernos la vida imposible o incluso quienes los derrocaron. Demostración más vulgar había sido la del presidente Ramón Castillo, quien aceptó velar en la Casa Rosada a Marcelo T. de Alvear, el opositor al que venía de proscribirse.
Menem no fue borrado de entrada de la historia sino en una segunda fase. En la primera, Kirchner se dedicó a responsabilizarlo a los gritos por casi todos los males argentinos. Era el Macri criminalizado de entonces, pero tenía el adicional de haber liderado al peronismo, no se le podía endosar su estirpe a la derecha oligárquica. Por eso, para despegar al líder del movimiento, los ataques se ensañaban con el individuo (siendo Kirchner presidente sucedió aquella estigmatización indigna que trataba a Menem de mufa en el recinto del Honorable Senado). “Nada personal”, pudieron haberle dicho cuando finalmente se arrimó al kirchnerismo. Y Menem debió haber contestado, en honor a la brecha entre el discurso público y la política real, “nada ideológico”.
Porque en verdad nuestro Leonard Zelig engrosó el bloque de senadores regenteado por Cristina Kirchner gracias a la corrupción recíproca. O en todo caso, a la gracia mancomunada de los fueros de los dos expresidentes senadores perseguidos por el mismo Poder Judicial: su suerte estaba unida, por más que la hoy vicepresidenta atribuye su propio calvario al “lawfare”, voz inglesa que a Menem nunca se le escuchó pronunciar.
Nuestro Leonard Zelig engrosó el bloque de senadores regenteado por Cristina Kirchner gracias a la corrupción recíproca.
A cambio de su colaboración Menem pidió algo que ahora se completa: bronce. No solo literal (su ingreso en el Salón de los Bustos iba a hacerse cuando cumplió los 90 años, pero su salud y la pandemia lo impidieron) sino en el ring político, lo que en su caso significaba, por lo menos, un cese de hostilidades, que después cualquiera pudo verificar. En este contexto hay que valorar que Cristina Kirchner haya despachado un tuit de condolencias, cortesía que había ahorrado cuando bajo su gobierno un fiscal del Estado, Alberto Nisman, apareció muerto. La vicepresidenta redactó un pésame protocolar, frío. Parecía aséptico hasta que Guillermo Moreno lo tradujo del idioma peronista y avisó. Ella expresaba las condolencias a la familia de Menem y a “sus” compañeros. Tres letras (“sus” en vez de “los”), la contraseña que distribuía el statu quo.
Esa idea del Menem ajeno coexistió con otra aun más extraña, la de aclarar que Menem fue un demócrata, casi advirtiendo que no se le debía cantar como los republicanos españoles a Franco “cuando pases por su tumba no te olvides de escupir”. Nadie fue tan pedagógico como el presidente. Alberto Fernández nos informó que Menem había sido gobernador, presidente y senador nacional “siempre elegido en democracia”. Mirá vos, mucha gente creía que Menem fue un dictador, otra pensaba que llegó de Marte, no que gobernó diez años y medio ganando una elección tras otra con las boletas del Partido Justicialista, sostenido por la mayoría de los peronistas notables de hoy, incluido el mismo Presidente, quien fue funcionario suyo durante más de cinco años. Fernández, a diferencia de su jefa política, no habló de compañeros propios o ajenos, prefirió mandarles cariño “a todos los que hoy lo lloran”.
Metamensajes para adentro, condolencias semánticamente quirúrgicas que incluyeron ir al velatorio un rato, ofrecer los salones del Senado (¿acaso podían negarlos?), decretar el duelo nacional que es norma, todo manteniendo intacto el principio sagrado de no hacerse cargo, políticamente, de nada, lo que habría exigido, primero, hablar en serio, no de las cosas que pasaron en los noventa sino de cómo, por qué, con quiénes. Si apenas se quieren dar precisiones y ya se cae en el absurdo. Como le ocurrió a la diputada nacional Gabriela Cerruti, quien clamó por Twitter que se dejase de llamar demócrata a quien “cambió la Corte para garantizarse impunidad”, justo lo que está queriendo hacer ahora mismo Cristina Kirchner. Es difícil el debate intraperonista.
No sabemos qué pasará con Menem, adónde quedará estacionada su memoria, pero por el momento se pudo apreciar que al salir abruptamente del confinamiento, el menemismo, o su evocación, suscitó reacciones de distinto rango. Unas sosegadas, las oficiales, con señales en clave destinadas a llevar tranquilidad a la militancia peronistas-kirchnerista, tal vez con excesiva sutileza y demasiados modales. Otras, llamativamente acaloradas, ya no como antaño sino entreveradas en el marco funerario con la valoración cultural de la finitud, de la muerte. Valoración que muchos antropólogos entienden representativa del concepto que una cultura tiene de la existencia. Los rituales fúnebres involucran la espiritualidad y también las reglas de convivencia. La proverbial anomia argentina rebrota.
Loas al difunto, aplausos, reivindicaciones, repudios, indignación, maldiciones de resonancia medieval o simplemente recuerdos (¿quién no renovó su propio balance de aquellos años?) se mezclaron a partir del domingo exhibiendo la anormalidad: un pasado intenso sin digerir. Pasado controvertido que hizo época, plagado de espejismos, excesos, contradicciones, mayoritariamente evaluado como negativo, cuya mayor peculiaridad entre miles, parece, consistió en tener un solo responsable.