El mensaje de los dinosaurios: somos efímeros en la Tierra
Desde el siglo XIX, cada fósil descubierto da perspectiva para pensar la especie humana y pide humildad: hubo un mundo sin nosotros
Durante millones de años estuvo ahí, aguardando en la oscuridad del silencio, mientras la misma tierra que alguna vez había estado bajo su dominio y a sus pies cambiaba una y otra vez de apariencia. En todo ese tiempo, los continentes se desplazaron en una danza muda y sostenida; incontables imperios se expandieron y desplomaron; las pestes asolaron de noche y de día; y tantos hombres y mujeres que hoy nadie recuerda nacieron y murieron sin dejar rastro alguno de sus sueños, sus aspiraciones o su existencia. Hasta un día de junio de 1674, cuando su soledad al fin fue interrumpida. En una cantera de caliza en el pueblo de Cornwell, condado de Oxfordshire, sur de la actual Inglaterra, un naturalista embriagado de curiosidad llamado Robert Plot lo vio. De la roca sobresalía allí un fósil.
En una época en la que la ciencia no se había divorciado aún de la alquimia ni la astronomía de la astrología y en la que estas excentricidades que afloraban del suelo disparaban debates y amenazas de herejía, este explorador y profesor de química de la Universidad de Oxford quiso aportar algunas certezas. Primero pensó que se trataba de restos óseos de un elefante, animales probablemente traídos por los romanos en su gran invasión de Britania en el año 43. Sin embargo, el naturalista curioso pronto descartó esa idea. Apoyado en los antiguos textos de Plinio el Viejo y en la Biblia, Plot entonces escribió en su Natural History of Oxfordshire (1677): "Sin duda, deben haber sido los huesos de hombres y mujeres de extravagante estatura, que han habitado en alguna de las muchas edades del mundo".
Plot murió convencido de que aquel fósil correspondía al esqueleto de un nefilim o gigante, uno de los seres varias veces mencionados en el Antiguo Testamento. Casi cien años después, en 1763, un tal Richard Brookes volvió sobre aquel espécimen y vio en él otra cosa. Según este médico, no se trataba de un hueso fosilizado de una pierna de un gigante sino de otra parte de la anatomía masculina. Y lo bautizó Scrotum humanum. El primer fósil de dinosaurio descrito científicamente de la historia tuvo nombre de genitales.
La Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica nunca lo aceptó. Y el fósil terminó perdiéndose. En 1824, el clérigo y geólogo William Buckland describió otros fósiles similares al encontrado por Plot y lo llamó Megalosaurus, casi quince años antes de que el anatomista Richard Owen propusiera en una conferencia el nombre de dinosaurios para este grupo de animales extintos.
La dinomanía había despegado. Desde entonces, con distintos altibajos, la fascinación pública ha acompañado a estas bestias prehistóricas. Cada descubrimiento de especies descomunales, como el titanosaurio Patagotitan mayorum en Chubut, a otras más pequeñas pero terroríficas, como el Gualicho shinyae en Río Negro, representa una ceremonia científica, un nuevo episodio de la gran novela sobre el origen de la vida. Enciende nuestra imaginación. Actualiza eternos interrogantes: de dónde venimos, hacia dónde vamos.
En la cultura popular
En menos de cincuenta años, los dinosaurios provocaron un terremoto cognitivo. Pese a las guerras napoleónicas, de independencia y contiendas civiles, a partir de principios del siglo XIX los descubrimientos florecieron en todo el mundo y en China el mito de los dragones comenzó a morir.
Poco a poco los dinosaurios se infiltraron en la cultura popular a través de diversas representaciones artísticas. En 1851, el artista Benjamin Waterhouse Hawkins reveló las primeras treinta y tres esculturas de dinosaurios del mundo en el Palacio de Cristal durante la Gran Exposición Universal, celebrada en Londres. Un año después Charles Dickens escribió en el primer párrafo de su novela Casa desolada: "Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un Megalosaurio de unos cuarenta pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba".
La aclamación popular se aceleró gracias a los hallazgos de naturalistas como Florentino Ameghino, la llamada Guerra de los Huesos -un enfrentamiento a fines del siglo XIX en Estados Unidos entre cazadores de fósiles como Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh, tan bien rescatada en Dragon Teeth, novela póstuma de Michael Crichton- y en especial con el corto animado Gertie the Dinosaur (1914), los films mudos The Dinosaur and the Missing Link: A Prehistoric Tragedy (1915) y The Lost World (1925) y toda clase de las películas clase B de los años 50. "Yo era un chiflado de los dinosaurios cuando era un niño que crecía en Nueva York durante los últimos años 40 -recordó en su momento el paleontólogo y divulgador Stephen Jay Gould-. Prácticamente nadie sabía de estas criaturas y a nadie le importaban. Me llamaban 'cara de fósil'."
Paleoartistas como el francés Édouard Riou, el estadounidense Charles R. Knight, los soviéticos Alexei Petrovich Bystrow y Konstantin Konstantinovich Flyorov y la canadiense Ely Kish volvían visualmente a la vida a estos gigantes desaparecidos y recreaban antiguas escenas. A su manera: pese al despliegue estético por lo general los dinosaurios eran representados como animales lentos, estúpidos, criaturas frías sedientas de sangre y de movimientos casi robóticos. Hasta que la evidencia científica y el gran boom de Jurassic Park (1993) -con sus errores y todo- provocaron una mutación de su imagen pública. Y la fascinación renació como nunca.
La excitación provocada en grandes y chicos por estos animales es un fenómeno cultural complejo e interesante. Para los psicólogos, los dinosaurios deslumbran porque son grandes, feroces y porque ya no están. Son atractivamente pavorosos pero suficientemente seguros.
Para muchos, los dinosaurios son el primer coqueteo con la fuerza magnética del asombro: el descubrimiento de un mundo ajeno. También representan el primer gran desafío a la literalidad religiosa. Para otros, es una conexión -íntima y exprés- con nuestra infancia, el recuerdo de un fin de semana lejano en el que fuimos abducidos por El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, de aquella mítica colección Robin Hood de tapas duras y amarillas. Pero ¿por qué los trilobites, el dimetrodon o el Proterosuchus, que vivieron antes que los dinosaurios y también perecieron en las cinco extinciones que sufrió la Tierra, no cuentan con la devoción del público? No se sabe. Desconocimiento, tal vez.
En parques de atracciones, en películas, en series, en shoppings, en programas infantiles y juguetes, en cómics y en metáforas esgrimidas para designar lo antiguo, lo feroz, lo tanático y lo terrible: el mundo está invadido por imágenes de dinosaurios, el mejor merchandising de la ciencia, su símbolo poderoso, su producto visible y palpable. No hay peluches de bosones de Higgs ni de materia oscura (todavía). Los dinosaurios son una industria, como lo demuestra la réplica del titanosaurio en el Museo de Historia Natural de Nueva York que no deja de hacer dinero.
La lección del dinosaurio
El misterio es, quizás, uno de los grandes combustibles de la dinomanía. Aún en el siglo XXI, no sabemos mucho de estos seres que reinaron -no todos juntos y al mismo tiempo, claro- durante 160 millones de años la Tierra, tres veces más tiempo de lo que lo han hecho los mamíferos, y perecieron por una tragedia cósmica. Hasta el momento se han identificado sólo un poco más de 1400 especies. Muchas de ellas, por ejemplo, nombradas por el argentino José Bonaparte, uno de los pioneros del estudio de los dinosaurios en la Argentina, conocido como "amo de la era Mesozoica".
Cada fósil que se encuentra es una joya, una rareza probabilística. Como recuerda el escritor Bill Bryson, el destino del 99,9 % de los organismos vivientes es descomponerse en la nada. La mayor parte de lo que ha vivido en la Tierra no ha dejado atrás el menor recuerdo. Se cree que solo un hueso de cada mil millones aproximadamente llega a fosilizarse. Nada más.
Y aún así cada fósil descubierto, desenterrado y exhibido en museos como un trofeo tiene un poderoso efecto: nos hipnotiza, nos sacude la percepción porque en el fondo los dinosaurios infringen la cuarta herida narcisista de la humanidad. Copérnico nos demostró que la Tierra no está en el centro del universo. Darwin advirtió que el ser humano no es el pináculo de la creación ni, según Freud, maneja los hilos de sus acciones. Desde hace 200 años, en cada excavación, paper y anuncio, los paleontólogos nos recuerdan una y otra vez que hubo un mundo sin nosotros. Y que el trono de la naturaleza, que aún muchos creen que nos pertenece, estuvo ocupado por otros reyes. No durante décadas ni siglos sino durante millones de años. Con rebote mediático o no, cada hallazgo de dinosaurio importa. Nos ubica temporalmente, nos muestra nuestro lugar en el universo. Nos recuerda que hubo otras especies que dominaron la Tierra y se extinguieron. Y nos obliga a pensar en el futuro.
"Estudiar el pasado antiguo nos da perspectiva y humildad -dice el paleontólogo estadounidense Kenneth Lacovara, que descubrió al dinosaurio Dreadnoughtus en Santa Cruz-. Los dinosaurios murieron en la quinta extinción masiva global, en un accidente cósmico por causas ajenas a ellos. No lo vieron venir y no tenían opción. Nosotros tenemos una oportunidad. Y la naturaleza del registro fósil nos dice que nuestro lugar en el planeta es precario y potencialmente efímero. En este momento nuestra especie propaga un desastre ambiental de proporciones geológicas tan amplio y tan grave que con razón puede denominarse la sexta extinción. Sólo que a diferencia de los dinosaurios, podemos verlo venir. Y a diferencia de los dinosaurios, podemos hacer algo al respecto. La decisión es nuestra."