
El poder del voto
En las elecciones de medio término de 2009 y de 2013, el voto de los ciudadanos ejerció nítidas funciones de asignador de poder. En la primera ocasión contuvo las ínfulas redentoristas de Néstor Kirchner y en la segunda, frenó la pretensión reeleccionista de la presidenta Cristina Fernández. El pasado 25 de octubre ha vuelto a suceder, pero nada menos que en una elección presidencial y esparciéndose en resultados provinciales y municipales por todo el país y muy especialmente en la selva enigmática del Gran Buenos Aires. Se trata de una virtud del voto que recién está madurando gracias al largo ejercicio democrático y que tendrá consecuencias en la administración del Estado pero también en la futura organización de los partidos políticos.
Cuando en 1821 Bernardino Rivadavia introdujo el sufragio universal, afrontando el susto, el escepticismo y el enojo de muchos -Echeverría y Alberdi en el futuro-, no se sabía cómo habría de funcionar. Casi nadie entrevió que el gesto vanguardista completaba la transferencia de la soberanía de la ausente Corona a la voluntad popular y apenas se interpretó que serviría para seleccionar dirigentes. Un clima de relativo desdén obligó al gobierno mismo a hacer campañas de promoción de los comicios hasta que, poco a poco, se llegó a tener la concurrencia de algunos miles de votantes en una ciudad de cincuenta mil almas.
Aquel desteñido instituto se convirtió, con el andar, en el eje de toda la vida política argentina. Con él instaló Rosas su dictadura -usando el artilugio de la lista única- y cuando se restablecieron las libertades luego de Caseros, con el voto se pelearon las políticas públicas. Pero a medida que el voto se convirtió en instrumento de poder, se generalizaron las mañas y las violencias para acomodar los resultados.
El país tuvo que caminar hasta la ley Sáenz Peña en 1912 para que esos vicios redhibitorios del sistema se eliminaran y la voluntad popular se pudiera manifestar derechamente en el sufragio.
El voto popular efectivo y multitudinario sostuvo la aparición de los dos grandes movimientos sociales del siglo XX argentino, el radicalismo y el peronismo. En ambos casos el voto se hizo masivo y funcionó más como una adhesión al liderazgo de una figura o un grupo que como una gestación de políticas particulares. Se votaba en bloque siguiéndolo a Irigoyen -incluso cuando ordenó votar por Marcelo T. de Alvear- y más adelante la adhesión tomó aspecto casi religioso para los seguidores de Juan Perón. Los movimientos confirmaban su legitimidad en el sufragio, pero con una fuerte carga emocional. El movimientismo hizo nuestra historia, cambió para bien la vida de millones de argentinos pero obstaculizó el surgimiento de partidos políticos de estructura más republicana, especialmente en el caso del peronismo, que en un tiempo llegó a poner de moda, como algunos recordarán, la palabra "verticalismo", como santo y seña de la adhesión.
Rompimos ese largo ciclo con la refundación democrática de 1983. El voto fue el primer instrumento de esa ruptura y alcanzó un poder articulador que creció de una elección a otra. Si se revisan los turnos sucesivos se advertirá que en cada ocasión el pueblo usó el voto para producir cambios en los responsables o los equipos de gobierno, cambios afortunados o inciertos, pero siempre de peso. En los primeros tiempos de la democracia eran cambios en bloque, pero tuvimos presidentes sin mayoría parlamentaria y compartiendo el escenario con gobernadores de otro signo. Era una señal. La señal de un sistema político más complejo y una opinión pública más madura.
En las elecciones que acabamos de vivir esa complejidad y esa madurez han alcanzado más presencia. Y sobre todo se puede ver por debajo de los números electorales esa función emérita del voto de asignar poder, de discriminar lo que se quiere y lo que se rechaza, aun cuando estén muy diluidos los límites ideológicos o doctrinarios de las fuerzas por la virtual inexistencia de los partidos políticos. Casi sin debates y casi sin programas, los votantes han debido esmerarse por ver lo que iban a votar y a quiénes iban a ungir.
Lo más promisorio de este turno electoral es que a más de sus efectos políticos inmediatos de designar nuevas autoridades, se ha repartido el poder con minucia y efectos muchas veces inesperados. En el orden nacional, en las provincias y muy especialmente en la decisiva provincia de Buenos Aires y en los municipios, se han cruzado los resultados, empujando a la función pública a candidatos menos visibles y apartando a favoritos.
Esta habilidad creciente de asignar poder mediante el voto tropieza con dos obstáculos que la descalifican: un sistema electoral, empezando por el arbitrario modelo de ballottage, que frena el despliegue de opciones en todos los niveles, y la ausencia de partidos políticos hechos a esta nueva forma de administrar la república.
Será urgente revisar los defectos de los sistemas electorales para que se abra lo más posible el derecho del ciudadano de asignar poder según su preferencia en cada jurisdicción y en cada nivel. Y aunque se nos haga cuesta arriba, es menester pensar en una reforma constitucional para arreglar el estropicio del ballottage presidencial.
Los partidos políticos deberán pensarse de nuevo. Si el voto asigna poder, es más virtuoso cuanto más precedido está por votaciones, debates y comparaciones dentro de los partidos que presentan los candidatos. Así es en las democracias más eficientes, con elecciones internas, afiliados que cotizan para mantener el partido, asambleas generales, regionales y temáticas, órganos de difusión y debate, escuelas de formación general y política y sistemas de asistencia para las emergencias sociales. ¿Suena raro? Es raro, rarísimo entre nosotros.
El voto con poder que hemos visto en estas elecciones parece difícil de interpretar y muy difícil de pronosticar, lo que también sugiere que los encuestadores deberán revisar sus procedimientos. Pero nos coloca en una sociedad más plural, con más capilaridad y más receptiva de nuevas personas y nuevas ideas. ¿Estamos tomando nota de que candidatos con millones de votos, como la señora Vidal o el señor Massa, eran casi desconocidos hace menos de cinco años? Y seguramente mi lista es corta, cortísima, si se recorren provincias menores y municipios. En buena hora.
Economista y escritor