El poder social del nuevo siglo
Una opinión pública multifacética y contestataria, hija de megalópolis conflictivas y del activismoque alientan las nuevas tecnologías, desafía hoy a gobernantes que hacen propuestas vetustas
Tras el escenario electoral se agitan varios conflictos. Son tensiones sociales y rivalidades de partidos que se inscriben en el contexto de una transformación del modo como se entiende y se hace (o deshace) la política.
En un primer nivel, los efectos que el propio oficialismo ha generado lo colocan frente al desafío de impedir su propia derrota. La transición del peronismo en busca de nuevos liderazgos, el bloqueo en que parece atrapado el Gobierno y las políticas antiinflacionarias que no logra implementar, así como la pérdida de divisas, dan el tono de este conflicto. Para no pocos observadores, el oficialismo está cercado por sus propias contradicciones.
Esta situación exacerba obviamente las pasiones e induce al Gobierno a seguir aplicando más golpes sobre aquellos a quienes define como enemigos principales. A la arremetida contra los medios de comunicación se suma un apretón a la Justicia que, de confirmarse, se plasmaría en otro proyecto de reforma, esta vez de la Corte Suprema de Justicia.
Estaríamos pues en presencia de los últimos coletazos de un proyecto hegemónico cuya subsistencia requiere que se cumplan dos condiciones. La primera se cifra en votos; la segunda, en la estricta disciplina del oficialismo en el Congreso. Sin la efectividad de estas condiciones, la hegemonía es pura apariencia, un gigante soñado con pies de barro en la realidad.
De acuerdo con las encuestas, los votos estarían escaseando: ¿ocurrirá algo semejante con la docilidad con que, hasta el momento, el bloque mayoritario en el Congreso ha respondido a las órdenes del Ejecutivo, ratificando de inmediato sus proyectos de ley? Ésta es la incógnita que se irá develando mientras la labor de jueces y fiscales está, por fin, dando muestras de que los gobernantes arbitrarios y corruptos deben ser investigados y, llegado el caso, sancionados.
El clima de corrupción que envuelve el debate político no augura entonces tiempos benignos para el oficialismo porque, en las democracias, la característica que adquiere la corrupción consiste en que ésta se potencia en la medida en que vaya declinando el rendimiento de las políticas económicas y sociales. En tales circunstancias, la indignación se multiplica. De esto, por haber soportado crisis devastadoras, tenemos sobrada experiencia.
Los nudos que aprietan y tanto cuesta desatar son por ahora síntomas de una voluntad férreamente encastrada en la presidencia. Hasta prueba en contrario, no hay signos de cambio del rumbo impuesto y de que se ponga en alerta el oído frente a un descontento creciente (aun aceptando algún descenso en el malhumor merced al crecimiento coyuntural de este trimestre). Al contrario, lo que se advierte es la intención de vigilar y fiscalizar con más ahínco los comportamientos que se consideran peligrosos. Impulsados por este ánimo cunden las tácticas de la sospecha y los zarpazos que se disparan por doquier. Si este estilo sigue hincando el diente, al mensaje "a todas y a todos" lo tapará el grito de combate "contra todas y todos".
Éste es el cuadro que ofrece el estrato en el cual se disputa el poder político. Oficialistas, opositores, medios de comunicación, empresarios y sindicalistas, voceros de la moral y de la cultura: un conjunto dispar de actores más o menos conocidos enhebra sus acciones y discursos procurando persuadir al electorado mediante la retórica. ¿Es esto, acaso, lo que en general la población observa a diario? Desde luego que no, pues bajo esta superficie se ha formado, en otro estrato menos circunscripto, un difuso poder social en actitud de volcar sobre la esfera pública un repertorio de demandas.
En los hechos, las sociedades de este mundo globalizado están en movimiento por múltiples motivos. En América latina –la Argentina no es excepción– lo hacen en el marco de unas megalópolis en franca expansión numérica con poblaciones que oscilan entre los diez y veinticinco millones de habitantes. Estos colosos urbanos reúnen en su seno las desigualdades heredadas del pasado con los fáusticos hallazgos de la revolución comunicacional del nuevo siglo. La marginalidad y la exclusión social coexisten con el estallido de las redes sociales en los sectores medios y, por tanto, arman espontáneamente un consenso negativo acerca de privaciones, agravios y disgustos.
Frente al tamaño de estas movilizaciones (un testimonio colectivo de las carencias básicas de las megalópolis en transporte, salud, educación y, en sentido amplio, en la vida cotidiana), las dirigencias están más inermes que antaño. Véanse, si no, las manifestaciones que conmueven a las megalópolis en Brasil. Según Fernando Henrique Cardoso, en estos acontecimientos la conducción de las masas es casi inexistente, los actores no se identifican con las instituciones clásicas y el pretexto para salir a la calle revela un estado de insatisfacción genérica: un "cortocircuito" entre lo establecido y lo emergente.
Estos datos son tan inesperados como desconcertantes para los que, desde la altura del sistema político, prosiguen actuando inspirándose en criterios superados: fabrican discursos para ganar elecciones, pero son incapaces de abolir corrupciones y fijar el perfil de consensos para el gobierno de las megalópolis. Sin cooperación en los graves asuntos pendientes que encienden la chispa y motivan la protesta no hay, en rigor, salida posible.
La devaluación de la palabra coincide de este modo con el malestar de la desconfianza y un reclamo de derechos quizás ajeno al complemento de responsabilidad que éstos requieren. Al cabo, el poder social no descansa. Asombra, por consiguiente, el anacronismo de nuestros gobernantes empeñados en utilizar métodos vetustos. Obran así creyendo que, para acrecentar el control político, basta con dominar los medios tradicionales de comunicación y organizar con asistencia militar nuevos servicios de información.
Sin desconocer el peligro inminente que estas operaciones entrañan, en verdad cada día es más difícil someter la información a la vigilancia del Estado. Ni los Estados Unidos pueden en un mundo en que la información se disemina sin pausa, abarcando más consumidores y replanteando los vínculos representativos entre ciudadanía, gobierno y oposición. Así, los gobiernos y la oposición política clásica –la de los partidos y candidatos– deben soportar la conflictiva presencia de una opinión pública multifacética y contestataria.
Si hasta hace pocas décadas el horizonte de la revolución atraía ambiciones y proyectos, ahora el horizonte de la rebelión se alza a cada vuelta de la esquina. La ciudadanía vota y se rebela al mismo tiempo. Más aún cuando la transformación tecnológica en curso y una escuálida inversión están afectando seriamente los niveles del empleo productivo en el sector privado.
Éste es el escenario de los comicios de 2013. En el primer plano, un gobierno declinante que, sin embargo, no renuncia a su afán de dominación y confronta una oposición política que muestra sus dientes dentro y fuera de las fronteras del peronismo; más atrás, como telón de fondo, las vicisitudes del poder social del siglo XXI, aquí y en el mundo. Un poder, en efecto, que puede disparar entre nosotros el aguijón del descontento en la fase de una economía con dificultades y sin señales de cambio. Transición y segundo tramo de un período presidencial que no augura aguas calmas.
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