El sueño bonaerense del poder eterno
Para entender el afán hiperreeleccionista tal vez sea útil hacer un viaje a las pequeñeces de la psicología humana
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Un brote reeleccionista amenaza, otra vez, la salud institucional de la provincia de Buenos Aires. Aunque por ahora no ha logrado reunir el quorum, el kirchnerismo bonaerense está decidido a avanzar en la Legislatura con la reelección indefinida de diputados, senadores, concejales e intendentes. Si dependiera de Axel Kicillof, el concepto mismo de alternancia en el poder sería abolido. Lo dijo con claridad su mano derecha, Carlos Bianco: “Para nosotros, la limitación de los mandatos es proscriptiva”. La frase pasó casi inadvertida, pero tal vez sea una de las confesiones más impactantes que ha ofrecido la política en los últimos tiempos: el oficialismo bonaerense, si tuviera músculo legislativo para hacerlo, cambiaría la Constitución para garantizar la perpetuidad en los cargos. No creen en las limitaciones republicanas sino en la prerrogativa del poder eterno: es “la voluntad del pueblo” por encima de la ley.
En términos de concepción política, la idea del kicillofismo remite a una cultura predemocrática, sin ningún apego a la higiene institucional y abiertamente reñida con las barreras constitucionales. Pero para entender el afán hiperreeleccionista, tal vez no sea necesario leer manuales de ciencias políticas, sino hacer un viaje a las debilidades y las pequeñeces de la psicología humana: el poder crea una atmósfera de confort y de privilegios que muchos dirigentes tienden a ver como un derecho adquirido; es una burbuja de prebendas y beneficios de la que es difícil salir; un entramado de beneficios que resulta seductor, pero a la vez adictivo.
En la provincia de Buenos Aires, muchos funcionarios viven vidas principescas. En La Plata hay, por ejemplo, un patrimonio de residencias oficiales que sería la envidia de cualquier premier europeo. Si se compara el 10 de Downing Street con la casona que el Estado le provee a la vicegobernadora Magario, en la esquina de 10 y 51, el primer ministro británico, Keir Starmer, tendría derecho a sentir celos. Todas las residencias bonaerenses tienen mayordomo, custodia y un batallón para el servicio doméstico. Si se sacara la cuenta de la cantidad de choferes, mozos, secretarios privados y empleados de ceremonial, las cifras del Estado provincial podrían ser superiores a las de algunas casas reales. Cualquiera que visite a un simple concejal se encontrará con alguien que le sirve café y le alcanza los papeles. Muchos se enamoran de ese estatus laboral que asegura secretaria, chofer, pases vip y viajes oficiales, además de alfombras rojas y oropeles. La piñata del poder está llena de esas menudencias: viáticos, gastos de representación, vales de combustible. En el sector privado, esas comodidades solo existen, y no siempre, en los máximos niveles gerenciales.

Cuando muchos dirigentes descubren esa vida, la sola perspectiva de volver al llano (donde los privilegios se pagan y cuestan caros) resulta casi desoladora.
El análisis político alguna vez reparó en un detalle que parecía minúsculo, pero que tal vez haya explicado en alguna medida el ascenso de Javier Milei al poder. Cuando todavía era candidato presidencial, aparecía en todos lados con un estuche de lentes y una agenda en sus manos. Cargaba él sus propias cosas, a diferencia de otros políticos que siempre estaban rodeados de un pequeño séquito de asistentes que les llevaban desde los anteojos hasta el celular. Aquella imagen de Milei, en algún lugar del inconsciente, lo conectaba con el hombre común. Ya en el poder, intentó construir un relato alrededor de esa idea: “ser presidente es un trabajo”, ha repetido una y otra vez. Pero si se le presta atención a una entrevista televisiva que dio hace pocos días a la periodista Mariana Brey, se verá que en un momento interrumpe: “Le voy a pedir a mi edecán que me traiga el teléfono”, anuncia. “Dame las muletas oculares”, le ordena el Presidente al edecán con lenguaje artificioso. El edecán es “mío”; los lentes y el celular ya los lleva otro. Lo intuían, seguramente, los vecinos de un tramo de la Avenida del Libertador que ven pasar con frecuencia la caravana presidencial rumbo a la residencia de Olivos en desplazamientos de rutina: es un despliegue aparatoso de sirenas, motos y camionetas de custodia que “empuja” a los automovilistas hacia los costados para abrir paso al vehículo 4 x 4 que traslada a Milei. Todo puede parecer insignificante, pero describe esa atmósfera en la que el funcionario se aparta de la “vida terrenal” y se acostumbra a la burbuja del poder. Podrá decirse que es natural, y hasta deseable, que un presidente no se detenga en los semáforos, no se distraiga en las minucias cotidianas ni se quede demorado en un embotellamiento. Pero hay que estar advertidos: en cada escala del poder (desde el peldaño más bajo) hay una asociación entre cargos y privilegios que termina promoviendo una aspiración de perpetuidad.


La cultura reeleccionista se aleja de la idea de “servicio público”. El poder no implica un sacrificio, sino una prerrogativa. Cuando se alcanza, no se suelta.
La provincia de Buenos Aires busca volver a un modelo que la asimila, en términos institucionales, a feudos como los de Formosa o Santiago del Estero. Tiene en el conurbano una larga tradición: Manuel Quindimil gobernó Lanús durante 24 años (del 83 al 2007); Raúl Othacehé también se atornilló 24 años a la intendencia, de Merlo (del 91 al 2015); Alejandro Granados les ganó a los dos: estuvo 28 años en la intendencia de Ezeiza (del 95 al 2023) antes de cederle la candidatura a su hijo. Alberto Descalzo también alcanzó los 28 años en Ituzaingó, y Julio Pereyra estuvo 26 años en Florencio Varela. Gustavo Posse, que había sucedido a su padre, fue 24 años intendente de San Isidro y luego postuló a su hija. Hugo Curto sumó 24 años en Tres de Febrero hasta que lo derrotó Diego Valenzuela. Jesús Cariglino quedó rezagado en el ranking: apenas 20 años al frente de Malvinas Argentinas.
La Plata, que siempre se enorgulleció de ser una capital con reaseguros institucionales y con sólidos mecanismos de control social, solo habrá tenido tres intendentes cuando se cumpla, en 2027, un ciclo institucional de 36 años. No es algo que ocurra solo en municipios o gobernaciones. Hay universidades, por ejemplo, donde la alternancia en el poder se ha convertido en una ficción. Cabe prestar atención, por ejemplo, a lo que ocurre en la Universidad Nacional de La Plata, donde una especie de “patrón universitario”, Fernando Tauber, acaba de lanzarse como candidato único para un tercer mandato como presidente de esa casa de estudios. Para eludir la limitación estatutaria, que no habilita las reelecciones, alterna desde hace veinte años entre la presidencia y la vicepresidencia académica. Es, junto a Emiliano Yacobiti, en la UBA, heredero de aquella tradición que impuso Oscar Shuberoff, el rector que se eternizó en el poder y terminó envuelto en la opacidad y el escándalo.

Si se miran los sindicatos, se verá que la cultura reeleccionista ha penetrado en distintos estamentos del poder. Dirigentes de todos los sectores parecen inspirarse en el modelo de Barrionuevo, que lleva casi 40 años al frente del gremio gastronómico, o del propio Hugo Moyano, que está a punto de alcanzar cuatro décadas como jefe de los camioneros. Las instituciones, convertidas en “bienes de familia”.
El poder no solo garantiza confort, sino también protección. Muchos sienten que ser un “ex” es convertirse en un paria, y que la aceitada red de contactos, favores y retribuciones tiende a debilitarse hasta desaparecer. Por eso siempre hay que tener algún cargo, el que sea. Si garantiza fueros, mejor.
No terminaría de entenderse el nuevo brote reeleccionista si no se computara, también, la degradación de una dirigencia que solo encuentra un destino a expensas del Estado y al amparo de los despachos oficiales; que no aspira al prestigio sino a su propia comodidad. Por supuesto que hay muchas excepciones, pero si se mira el paisaje general se verá a una elite política cada vez menos capacitada, con bajos índices de profesionalismo, sin trayectoria fuera del Estado, sin experiencia en el emprendimiento y el riesgo, sin antecedentes académicos y con escasa formación técnica. Esa combinación de fragilidades hace que la perspectiva de quedar “a la intemperie”, sin el paraguas del Estado, produzca algo parecido al pánico. La vocación de perpetuidad es, tal vez, una secuela de la deserción de los mejores en muchos estamentos de la esfera pública. Nos recuerda que ya no se llega a los cargos por prestigio ni trayectoria personal; por eso no hay un capital simbólico que cuidar; tampoco hay un lugar al que volver. Se pagan los costos que haya que pagar con tal de conservar conchabos y privilegios.
La política tiende a convertirse en una “profesión” en sí misma; un escalafón en el que se sube y se baja, pero del que no se sale. Los hay, por supuesto, pero constituyen una rareza, los exfuncionarios que vuelven a la actividad privada en la órbita profesional, académica, empresarial.
Por eso, detrás del acecho de las reelecciones indefinidas en la provincia de Buenos Aires, hay algo más que una cuestión política coyuntural: se esconde un debate sobre los privilegios del Estado, sobre la calidad de nuestra dirigencia y sobre la cultura misma del poder.
Todo remite, por supuesto, a una cuestión muy antigua de las ciencias políticas. Pero también a algo vinculado a la psicología. ¿El poder desgasta?, le preguntaron alguna vez a Giulio Andreotti, tres veces primer ministro de Italia. “Sí”, respondió… “sobre todo al que no lo tiene”. La dirigencia argentina parece haber tomado nota de aquella ironía.
