En punto o con margen de error
Ella siempre es tan perfecta. Tiene los ojos grandes para no perderse detalles, una boca que no maquilla pero que si lo hiciera, ojalá lo hiciera, un lunar en la frente que tapa con un flequillo que nunca se desacomoda por el viento y un cabello entero castaño, todo del mismo color. Como un mármol. Da gusto oírla hablar porque habla en melodías y no usa las palabras que cualquiera está acostumbrado a escuchar. Su paso es estricto por lo coordinado pero conserva un toque caribeño. Es bello verla hacer cosas simples porque las hace bien. Cierra bien sus carteras, abrocha bien sus abrigos, enciende bien sus cigarrillos. Y cuando calza unos mocasines plateados todo parece encajar mejor porque ese brillo que intenta esconder por modestia o por cautela se esparce en tintineos que se ven cuando se la ve llegar, al sitio que sea. Pero es tan impuntual. Acordar con ella un horario es escucharla romper el clima que suele crear a su alrededor, con su paciencia, su porte y esa distancia dulce, feroz, clara que instala con la mirada. Nunca llega a la hora acordada y no es que tarda algunos minutos sino que puede demorarse una hora. Tarda en llegar a una clase, a un café, a una videollamada. Y jamás se la ve apurada. Se disculpa por el atraso porque es tan perfecta que no podría no hacerlo pero no lo puede evitar. Al menos eso parece. Ella, que lo doma todo, todo perfecto, no puede con esto pese a que no es nada nuevo.
La puntualidad es una regla desde cientos de años antes de que ella naciera, hace poco más de treinta. Dicen algunas personas que escribieron sobre el tema que la puntualidad, claro, nació después de la medición del tiempo. La medición actual. Cuando las cosas no estaban tan fragmentadas, tan específicas, la vida fluía en otros ritmos. Qué lindo debe haber sido. Pero en la época siguiente llegaron las máquinas, las fábricas, los empleados en serie y los que mandaban decidieron que no había tiempo para perder. Por eso, por ejemplo, los trenes que transportaban trabajadores salían a la hora en que habían pautado y el que llegaba tarde se quedaba afuera. En todo sentido. Se impusieron los relojes de minutos y segundos y la vida sumó divisiones. Todavía más.
Hoy la impuntualidad en varios países es una irreverencia. Un desplante tan maleducado como un insulto a gritos en medio de un silencio. Aunque en otros no tanto. Según un artículo de la revista Forbes, en México un retraso de una hora es aceptado como normal; en Malasia las demoras no requieren ni siquiera disculpas; en Japón un minuto puede ser un problemón, como en Corea del Sur; en Alemania ser puntual implica incluso llegar antes; en Arabia Saudita media hora es tolerable pero no mirar el reloj durante una reunión; y en Marruecos la cosa es extraña: la expresión "hora marroquí" puede aludir, si es una cuestión personal, a cualquier momento entre dentro de una hora y el día siguiente.
En la Argentina hay algo de habituación, de margen de error aceptado. Aquí los trenes pueden partir tarde, los locales pueden abrir tarde, los médicos pueden demorar en atender pacientes por horas y los profesores pueden llegar mucho después a sus clases, como también los alumnos. Incluso en los lugares en que la cosa debería ser rápida hay demoras, como en los peajes. Aquí, en la Argentina, pareciera que frente al todo, al caos más grande, determinadas cuestiones, como el tiempo, quedan relegadas y por eso permitidas. Aunque es raro. Según una encuesta de 2018 la gente suele llegar tarde, entre quince minutos y media hora, pero no percibe siempre que llega tarde y además aunque llegue tarde, le molesta que el otro llegue tarde. Los argentinos, negadores y exigentes.
Pero ella no nació aquí, por eso su impuntualidad es otra cosa. Es tan perfecta que es su forma de mostrar que es real. Que se puede ser así, como es, pero que conlleva consecuencias.