Entereza y esperanza
Siempre que leo un buen libro, ya sea ficción, poesía o ensayo, no se me ocurre pensar que estoy obteniendo algún tipo de consuelo frente a los males del mundo. En esos casos, siento más bien –y de manera difusa– el poder benigno de un equilibrio entre las cosas y yo y la presencia de una especie de ilusión que me impulsa a agasajar la vida.
En este nuevo año que empieza, a sólo unos pocos días del caos social y con perspectivas poco brillantes para la Argentina, por lo menos en el mediano plazo, sentí que la literatura y el arte pueden también consolarnos de “la realidad” y hasta ayudarnos a afrontarla con mayor confianza y entereza.
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La semana pasada volví a leer, por puro azar, la carta que Henry James escribió en 1883 a una amiga transida por cuestiones familiares aparentemente graves. En ese texto, el novelista dice:
“La vida es una batalla, y sobre este punto están igualmente de acuerdo los optimistas como los pesimistas. El mal es insolente y fuerte; la belleza encantadora pero rara; la bondad muy proclive a la debilidad; la necedad muy pronta al desafío; la crueldad siempre lista a arrancar la flor del día; los imbéciles ocupan mucho espacio; los sensatos mucho menos. Pero el mundo no es un fantasma, tampoco un mal sueño nocturno, no podemos olvidarlo ni negarlo, ni deshacernos de él. Podemos acoger la experiencia tal como se nos presenta y darle lo que nos pide a cambio de algo que sería inútil calificar de mucho o poco, ya que, en todo caso eso no hace más que ensanchar y ahondar la dimensión de nuestra conciencia. En este proceso se mezclan el dolor y el placer, pero por encima de esta combinación misteriosa flota una regla visible, la que nos obliga a aprender el ejercicio de la voluntad y de la comprensión”.
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La literatura siempre ha sido un rescoldo luminoso aun bajo el imperio de las situaciones más difíciles, tanto para quien escribe como para quien lee. Durante la Primera Guerra Mundial, el entonces joven poeta italiano Giusseppe Ungaretti aprovechaba las repentinas e incalculables treguas entre dos ataques para escribir en un cuaderno los poemas que fundarían su carrera. Sus propios libros, más tarde, alentarían a otros en situaciones análogas. Poco más de veinte años después, asolado por una nueva guerra y el infortunio personal en la Roma hambreada y polvorienta de 1942, Ungaretti apela a sus propias fuerzas en una línea memorable: “Ungaretti, hombre de pena/ –se dice a sí mismo–, te basta una ilusión para darte coraje”.
Seguramente, pero sin saberlo, autores como él y como Henry James, entre muchos otros, escribieron para todos nosotros, coincidiendo en una forma de la esperanza al alcance de las manos.