Entrar por lana y salir trasquilado
Las salas de espera de los consultorios médicos son tal vez uno de los espacios donde nadie quiere estar. En primer lugar, ya de por sí la palabra "espera" indica una situación que no es grata para nadie. Es sabido que los galenos se atribuyen una suerte de privilegio divino que conlleva disponer del tiempo de sus pacientes como uno de sus atributos profesionales incuestionables. Tal vez forme parte del juramento hipocrático y uno lo desconoce. Al ingresar a una sala, en general lo primero que hago es mirar en derredor para más o menos calcular cuánto tiempo va a durar ese lapso detestable. Obvio que el médico es médico y como tal no tiene por qué importarle si uno tiene que ir a trabajar, si alteró toda su rutina para concurrir a la visita o si se gastó una fortuna en taxi para poder llegar puntualmente.
Una vez hecha la evaluación del entorno y calculado el penoso tiempo de permanencia, enfrento con hidalguía el siguiente desafío. Las secretarias de los consultorios, casi en su mayoría mujeres, que también gozan de otro privilegio divino: un malhumor que no se toman el más mínimo esfuerzo en ocultar o un buen trato tan forzado y falso que resulta más desagradable que los gruñidos que les han dado órdenes de reprimir. Es sabido que si uno quiere sacarlas buenas hay que apelar a sonrisas halagüeñas para dejarles bien en claro que nuestra sumisión es directamente proporcional al poder que detentan. Si uno es exitoso con sus argucias de seducción y cuenta con la valentía suficiente, bien puede animarse a hacerles la pregunta del millón, cuya formulación tiene variadas versiones: "¿Está muy demorado el doctor?"; "¿cuántos pacientes tiene antes de mí?"; "¿en una hora ya estaré afuera?, tengo que ir a trabajar". Las respuestas pueden también ser muy variadas, pero de seguro todas van a estar teñidas de fastidio.
A continuación, al tomar asiento inicio una sesión de control mental para manejar la ansiedad. En general, trato de sobrellevar el mal trago analizando a los seres que me rodean. Primera observación: ver quiénes han respondido con forzada educación a mi saludo, que jamás paso por alto justamente para disfrutar de las reacciones: a veces de molestia; otras, de mutismo; otras, de sonidos guturales incomprensibles.
A partir de ese momento empieza mi banquete, ya que la fauna variopinta raras veces decepciona. Mujeres con niños de pésimo comportamiento que ellas se desviven por controlar. Les dan galletitas, juguito, juguetes, cualquier cosa con tal de que no se note que no pueden gobernarlos. De todos modos, es evidente que las madres saben que gozan de impunidad, porque en estos tiempos de exasperante corrección política nadie se animaría a decirles que controlen a sus retoños: yo no tengo por qué soportar las migas, las pataditas que ensucian mis prístinas prendas o los alaridos que penetran como estiletes mis tímpanos.
También están aquellos que actúan en los lugares públicos como si estuvieran en el living de su casa. Una vez, estaba en una sala diminuta sentada frente a un famoso conductor de televisión pertrechado con un termo y un mate que cada dos minutos recargaba con yerba y, en la incesante faena, derramaba polvillo verde por doquier. Esto no era nada. Encaramada sobre él, una mujer que supongo que sería su novia o mujer no paraba de apretarle comedones de la cara. Era tan desopilante la escena que del asco pasé a la risa y a la fascinación morbosa que me produce lo bizarro: no podía sacarles los ojos de encima.
Poco tiempo atrás, en otra sala no tan pequeña me llamó la atención una mujer de unos sesenta años cuya ansiedad sobrepasaba los límites de lo habitual. Cada dos segundos preguntaba cuándo era su turno como si no advirtiera cuál era el orden de llegada de los pacientes y, por ende, el momento que le correspondería pasar a ella. Sus manos temblequeaban desaforadas en cada uno de sus gestos: retirar y volver a colocar la credencial de la prepaga en un bolsillo de la cartera fue una tarea titánica que acrecentó su exasperante mal modo hacia la joven que la acompañaba, quien, con gran resignación, acataba cada una de sus órdenes. Cuando finalmente la llamaron, con un codazo despectivo le indicó a su acompañante que iba a ingresar sin ella. Apenas se cerró la puerta del consultorio, no pude evitar transmitirle mi conmiseración a la vapuleada joven, que tajante me contestó: "Se quedó ciega hace una semana. Cómo no le voy a tener paciencia". Entre por lana y salí trasquilada.