
Estimado presidente Trump, lo de la motosierra era una metáfora
Sería oportuno que Milei, que tantos favores necesita de su principal aliado, compartiera su experiencia para sugerirle que es necesario moldear la narrativa y las promesas de campaña a las prioridades y lógicas de la gestión
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No es la primera vez que el escenario internacional experimenta una fuerte discontinuidad. Los “cisnes negros” que hasta hace no tanto conmocionaban a una sociedad global que pretendía consolidar su proceso de integración, a pesar de las obvias dificultades que todos los países experimentaban, se volvieron más frecuentes y determinantes. Desde el ataque a las Torres Gemelas, pasando por la gran crisis financiera internacional, la aceleración de la revolución tecnológica (con la robotización, el fenómeno de las redes sociales y la inteligencia artificial como tres de sus exponentes más importantes) y la pandemia de Covid-19 transformaron el entorno en el que vivíamos apenas cinco lustros atrás. Desde el punto de vista geopolítico, la invasión de Rusia a Ucrania pudo haber causado un cambio pivotal aún más estructural y con consecuencias categóricas.
Si este acercamiento (casi sumisión) de EE.UU. a Rusia se enraizara y se volviera permanente, y entre Washington y Moscú establecieran áreas de influencia regional para, en conjunto, contener y competir con (idealmente controlar) lo que representa China en materia estratégica y de influencia global, estaríamos frente a una nueva realidad que, en perspectiva, plantearía un mapa que invertiría los términos y las hipótesis predominantes a comienzos de la década de 1990, cuando, ante el colapso de la Unión Soviética, parecía que Estados Unidos era un gigante sin par que terminaría imponiendo sus ideas, sus valores y hasta sus formas de organización públicas (la democracia liberal) y privadas (la economía de mercado).
Por el contrario, los liderazgos no liberales se expanden en todos los continentes, con amenazas al Estado de Derecho, las libertades individuales y la libertad de prensa. Los Estados, o al menos algunos gobiernos, se convirtieron en una amenaza real y efectiva para las economías de mercado, tanto en términos de intercambio comercial (el proteccionismo, la guerra de tarifas, la selección discrecional de ganadores y perdedores) como con un cambio súbito de las principales reglas del juego.
¿Podría decirse que se trata de un fenómeno inesperado cuando durante la campaña electoral Trump insistía en que impondría aranceles a países que se habían, según su visión, aprovechado de EE.UU. para establecer una relación comercial injusta y asimétrica que era imprescindible enmendar? Los observadores suponían que Trump II se iba a asemejar a Trump I, es decir, que al margen de la narrativa desbordada durante la campaña, en el ejercicio del poder iba a (¿auto?) limitarse o a acotar el espectro y la profundidad de sus amenazas. Nada de eso ocurrió: en algo menos de dos meses desde su retorno a la Casa Blanca generó un verdadero terremoto dentro y fuera de su país. Y eso que pasó casi un sexto de ese tiempo en su residencia de Mar-a-Lago, en el sur de la Florida, jugando al golf.
Las consecuencias son impresionantes y en múltiples dimensiones. Por ejemplo, disparar una notable reacción de Europa, con inusitada rapidez, que considera esto una traición de su principal aliado (hasta el Reino Unido fortalece su compromiso con Ucrania), incluyendo un aumento muy significativo del gasto militar y, en la práctica, tener una política exterior coordinada. O generar conmoción en los principales mercados y empresas globales, que en público y en privado se quejan y se ven forzados a adaptarse a un entorno más incierto, volátil, caótico y complejo de lo que jamás habían imaginado. “Veníamos planificando cambios de estrategia muy relevantes en función de los conceptos de friendshoring y nearshoring, y resulta ahora que México y Canadá son dos de los países más perjudicados por la guerra comercial”, afirmó el CEO local de una multinacional industrial. Es cierto que Trump en general revierte o limita el impacto de las sanciones comerciales que anuncia cuando advierte el efecto negativo que genera, en especial en sus consumidores. Pero el clima reinante es muy negativo y algunas empresas que cotizan en la bolsa perdieron fortunas en pocas semanas, afectando tanto a inversores en general como a los jubilados en particular. Más aún, se instaló el miedo a la recesión y el propio Trump admitió que no podría descartarla, en lo que considera una “transición” hacia un país más pujante y poderoso.
Una de las empresas qué mas valor de mercado perdieron es Tesla, de Elon Musk, que ve colapsar sus ventas dentro y fuera de EE.UU. Su exposición y protagonismo político como titular del DOGE, a cargo de desregular y achicar el tamaño del Estado, le provoca un sinnúmero de dolores de cabeza. Por un lado, muchos integrantes del gabinete no quieren que se meta en los asuntos de sus reparticiones y se amotinaron de forma inesperada, a punto tal que el propio presidente se vio obligado a ponerle límites. Por el otro, y tal vez más importante, su papel como empresario está en tensión: muchos de sus inversores, preocupados por el futuro de sus compañías, le reclaman que abandone Washington y se dedique a lo que hasta ahora lo hizo famoso y respetado, a pesar de sus controversias: impulsar y gerenciar proyectos innovadores. La crisis es muy difícil de resolver: propietarios de autos Tesla prefieren promocionar otras marcas y arrancan o tapan un escudo que hasta hace poco mostraban orgullosos, sufrió ataques con bombas molotov en varias de sus plantas y concesionarios y muchos ciudadanos afectados por los recortes salen a las calles a manifestarse en contra de él y de otras autoridades nacionales.
Sería oportuno que el presidente Milei, que tantos favores necesita de su principal aliado, en especial para cerrar el dilatado acuerdo con el FMI, compartiera su experiencia de gestión para sugerirle al presidente Trump que es necesario moldear la narrativa y las promesas de campaña a las prioridades y lógicas de la gestión pública. Eso implica, como puede dar fe el líder libertario, niveles de pragmatismo extremo y mucha flexibilidad para evitar errores no forzados. Por ejemplo, convencer a propios y extraños de que “dolarización” en realidad quería decir “posibilidad de hacer contratos en cualquier moneda”, pero que la represión financiera (la fijación del valor del dólar oficial y la intervención en la cotización de los financieros) es indispensable hasta que se acumulen reservas. O que el titular del odiado Banco Central, supuestamente independiente (aunque sus autoridades fueron designadas en comisión, igual que los nuevos integrantes de la Corte Suprema de Justicia), es considerado un ministro más del Poder Ejecutivo: suele participar en reuniones de gabinete y hasta fue reconocido como tal por el propio Milei en su discurso ante la Asamblea Legislativa el pasado 1º de marzo. Pero, sobre todo, Milei debe especificar que la motosierra debe usarse con prudencia, paso a paso: las principales reformas estructurales (previsional, tributaria, impositiva, financiera, apertura comercial, de la administración pública, de la salud, educación y justicia) continúan sin debatirse. Solo se anunciaron objetivos generales y se tomaron medidas de alcance muy limitado, aunque esperanzadoras (como la reducción temporal de las retenciones o la eliminación del impuesto PAIS). Es cierto que se revirtió el déficit fiscal y se redujo de manera notable la inflación, pero ahí hubo más licuadora y cortes temporales (como en la obra pública) que motosierra. Amigos son los amigos: la Argentina es un gran ejemplo de que el bisturí, el gradualismo y la prudencia son más recomendables que los saltos al vacío, el maximalismo y la inercia de las promesas de campaña.
