
Falta una ética para la tecnología
Por Ana M. Soto y Carlos Sonnenschein International Herald Tribune
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BOSTON
La ciencia moderna nació en Europa hace unos cuatro siglos. La revolución científica se propuso comprender la naturaleza y usar ese conocimiento en provecho de quienes financiaban el emprendimiento científico, por lo común los monarcas. Hace poco más de dos siglos, sobrevino una revolución ética que afectó las formas de gobierno. Los filósofos de la Ilustración cuestionaron el poder absoluto de los reyes.
La revolución científica trajo un cuerpo de conocimientos dinámico, autocorrectivo y en constante expansión, pero la revolución ética avanzó con lentitud. El progreso ético y social resulta especialmente lento cuando compite con las realidades económicas pragmáticas. En cambio, los adelantos tecnológicos se extienden por el mundo como el fuego en un pajonal, y a cada paso crean inquietudes éticas. Apenas si llegamos a articularlas, y ya surgen otras nuevas.
En un extremo del espectro están las prácticas que violan los derechos del individuo. Son problemas relativamente directos, por cuanto ya existe una legislación habituada, por tradición, a abordar tales derechos. A modo de ejemplo, citemos el uso del diagnóstico por medios genéticos para denegar el seguro de salud y los puestos de trabajo a personas genéticamente predispuestas a contraer determinadas enfermedades.
En el extremo opuesto del espectro están aquellos problemas éticos en que la suma de nuestras conductas individuales acarrea consecuencias intolerables a toda la humanidad. Por ejemplo, la producción excesiva de gases causantes del efecto invernadero en Occidente y, en particular, en los Estados Unidos. Hasta los ciudadanos civilizados, respetuosos de la ley, se creen con derecho a conducir a su antojo vehículos devoradores de petróleo y gastar cuanto combustible y electricidad les plazca, sin mirar las consecuencias que ocasionan al resto de los habitantes del planeta.
Aún tenemos que definir los principios éticos que nos atan, como individuos, al destino de la humanidad. Nuestra ética ha servido para descomponer los problemas en elementos más pequeños, pero no ha encontrado el modo de recomponer estos elementos. En otras palabras, aún no dominamos el arte de anticipar las consecuencias de nuestras grandes innovaciones.
La humanidad en riesgo
Cada vez que intentamos burlar a la naturaleza, salimos burlados. Los beneficios personales perceptibles a corto plazo son, a la larga, de dudoso valor. La agroindustria en gran escala que practican los países impulsados por la tecnología amenaza la supervivencia de extensas comunidades de pequeños agricultores, tanto en dichos países como en el mundo en desarrollo. El uso de la harina animal para forraje de herbívoros nos ha traído el "mal de la vaca loca". En nombre de la eficiencia y el abaratamiento, a menudo se crían reses apiñadas en ambientes tan insalubres, que su carne y desechos ponen en riesgo la salud pública. ¡La mayoría de los animales de laboratorio llevan una vida mucho más sana que el ganado! El uso insensato de antibióticos en el hombre y los animales domésticos ha fomentado la selección de cepas patógenas resistentes, de mayor poder letal.
Todos estos ejemplos de supuesta eficiencia han tenido su costo social. En la Unión Europea, la preocupación por la seguridad alimentaria está afectando las elecciones locales y nacionales. Como sociedad global, no vemos la interrelación entre nuestras acciones y sus consecuencias para el mundo en que vivimos. Galileo, el santo patrono de los científicos, legitimó nuestro derecho a buscar respuestas más allá de los dogmas. Hace menos de un siglo, el derecho de los hombres de ciencia a investigar cualquier interrogante científico era casi ilimitado. Los crímenes horrendos perpetrados por médicos nazis motivaron la reglamentación de los experimentos en seres humanos. Más tarde, se establecieron normas restrictivas para la experimentación con animales.
Los científicos pueden adaptarse a las inquietudes éticas de la sociedad dentro de sus laboratorios. En cambio, la tecnología afecta al hombre y la vida silvestre en una escala mundial. Bill Joy, científico principal de Sun Microsystems, ha pedido una moratoria en ciertas áreas de investigación y tecnología, debido a su potencial destructivo global. Pero, ¿hay alguien en una posición que le permita responder a estas advertencias con medidas inmediatas?
Todavía está por articularse un sistema consensual de ética mundial, en un cuerpo coherente, claramente definido, de obligaciones y prohibiciones. Ya es hora de crear un organismo mundial, visible y confiable, integrado por expertos en ética ambiental elegidos democráticamente, que se comprometan a encarar la tecnología desde el punto de vista de la supervivencia humana a largo plazo. Esta medida debería ir acompañada de una amplia campaña educacional que ayudara a todos los segmentos de la sociedad a comprender los riesgos que corre la humanidad entera.
¿Tenemos derecho a alterar el mundo al extremo de volverlo inhabitable para el hombre? Una civilización cuyo poderío tecnológico ha llevado los niveles de vida a las alturas que hoy gozan los países industrializados posee los medios necesarios para salvaguardar el futuro de sus integrantes.
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
Los médicos argentinos Ana M. Soto y Carlos Sonnenschein, autores de The Society of Cells ("La sociedad de las células"), son profesores de la Universidad Tufts.



