
Francisco, la ciencia y el destino argentino
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En marzo de 2013, el mundo se detuvo por un instante cuando se anunció que el nuevo Papa sería argentino. Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, se convertía en Francisco, el primer pontífice latinoamericano de la historia. Su elección no fue solamente un giro geográfico en la tradición eclesiástica, sino también simbólico: un pastor austero, formado en la espiritualidad ignaciana, proveniente del sur del mundo, y profundamente marcado por las desigualdades sociales y los desafíos del desarrollo.
La historia de su vocación está íntimamente ligada a un templo de Buenos Aires: la Basílica de San José de Flores. Fue allí, a los 17 años, donde sintió lo que él mismo describió como una “presencia” que lo llevó a confesarse y, más tarde, a decidir su ingreso al seminario. “Dios me estaba esperando”, recordaría años después en una entrevista publicada por Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti en el libro El Jesuita.
La anécdota, en la voz del Santo Padre, continúa de la siguiente manera: “Miré, estaba oscurito, una mañana de septiembre, tipo 9 de la mañana, y veo que venía un cura caminando, no lo conocía, no era de la iglesia, y se sentó en uno de los confesionarios, el último confesionario a la izquierda, mirando al altar. Y ahí no sé qué me pasó, sentí como si alguien me agarró de adentro y me llevó al confesionario, no sé qué pasó. Y de ahí sentí que tenía que ser cura, pero no dudé ¿eh?, no dudé...”.
Este episodio ha sido interpretado como el punto de inflexión de su vida, el inicio de una trayectoria que, con el tiempo, lo conduciría a Roma. Años más tarde, el destino lo llevaría nuevamente a San José de Flores, no como párroco titular, pero sí como figura cercana y frecuente celebrante en su Basílica. Su presencia constante en fechas significativas cerró, en cierto modo, un círculo vital en el mismo lugar donde todo había comenzado. Incluso, a los diez años de su pontificado, Francisco envió a la Basílica una gran imagen de San José como signo de gratitud y continuidad espiritual.
"A los 17 años, en la Basílica de San José de Flores. sintió lo que él mismo describió como una “presencia” que lo llevó a confesarse y, más tarde, a decidir su ingreso al seminario"
El 20 de mayo de 1992, el Papa Juan Pablo II lo nombró obispo titular de Auca y auxiliar de Buenos Aires. Fue ordenado obispo el 27 de junio de ese mismo año por el cardenal Antonio Quarracino y, días más tarde, designado Vicario Episcopal de la Zona Flores, el barrio que lo vio crecer y donde había descubierto su vocación sacerdotal.
Pero lo que muchos ignoran es que la Basílica de San José de Flores guarda otra historia, menos conocida pero cargada de sentido. En el siglo XIV, tras la disolución de la Orden del Temple, los restos de Santa Columba -una santa guerrera venerada por los templarios- fueron ocultados en una catacumba romana para protegerlos de la profanación. Permanecieron allí durante siglos, hasta que en 1911 fueron redescubiertos por geólogos. El Papa Pío X, al conocer el hallazgo, decidió trasladar las reliquias a Buenos Aires por solicitud del párroco Daniel Figueroa, quien gestionó la donación ante el obispo de Anagni, monseñor Antonio Sardi. Así fue como la iglesia de San José de Flores fue elevada a Basílica, convirtiéndose en custodia de una santa vinculada al ideal templario de lucha espiritual y defensa de los inocentes.
Esta figura, Santa Columba, también forma parte del linaje real y simbólico del autor de estas líneas. Uno de los hijos de Bonfill Odesind -noble de la Europa medieval- adoptó como apellido “de Sancta Columba” en devoción a la santa templaria. Su nombre era Guillem Bonfill de Sancta Columba. Esta conexión puede entenderse como un hilo invisible que entrelaza espiritualidad, historia y destino. Ese mismo templo donde Bergoglio descubrió su vocación es, desde 1911, depositario de una santa cuya memoria inspira fortaleza, fe y servicio. La coincidencia entre la presencia de las reliquias de Santa Columba en ese mismo templo y la experiencia fundacional de Bergoglio puede interpretarse como una correspondencia simbólica entre dos trayectorias espirituales que convergen en un mismo espacio sagrado, sin que ello implique necesariamente una relación causal —aunque, tal vez, pudo haberlo sido. Santa Columba también estaba allí.
Ya como Papa, Francisco ha sostenido una visión crítica del orden económico global, advirtiendo sobre las consecuencias del paradigma tecnocrático, el individualismo exacerbado y el descarte sistemático de los más vulnerables. En “Laudato Si‘” (2015), su encíclica sobre el cuidado de la casa común, denuncia la explotación sin límites de los recursos naturales y reclama una ecología integral que reúna justicia social, ciencia y espiritualidad. En “Fratelli Tutti” (2020), reafirma su convicción en la fraternidad universal como antídoto frente al aislamiento y la indiferencia.
Francisco otorgó una importancia central a la ciencia, la educación y la cultura como pilares fundamentales para construir un futuro más justo y humano. Impulsó el Pacto Educativo Global, una alianza mundial que promueve una educación integral, inclusiva y orientada al bien común. Este pacto destaca la integración entre saberes, cultura, deporte, ciencia y tecnología, y busca formar personas capaces de dialogar, cooperar y cuidar la casa común.
Asimismo, su preocupación por los jóvenes fue constante. En su exhortación apostólica Christus Vivit, fruto del Sínodo sobre los Jóvenes, afirmó: “Los jóvenes son el ahora de Dios, y la Iglesia debe acompañarlos y escucharlos con amor y respeto”. En este contexto, su pensamiento puede ser puesto en diálogo con la realidad argentina. El caso del Biomed resulta especialmente ilustrativo. Bergoglio, en su rol de Gran Canciller de la UCA, apoyó firmemente su creación, por lo que estoy sumamente agradecido. Fue el primer instituto del Conicet en una universidad privada, con una estructura público-privada pionera en su tipo, que sirvió de inspiración a otras instituciones. Concebido como un centro de investigación biomédica de excelencia, recientemente ha perdido visibilidad dentro de las prioridades de las políticas públicas, al igual que muchas otras instituciones científicas del país. Esto refleja el contraste entre el potencial argentino para formar científicos de primer nivel y la dificultad persistente para sostener proyectos estratégicos a largo plazo por la falta de apoyo del Estado y de la iniciativa privada. Mientras Francisco convoca al mundo a unir ciencia y ética, la Argentina oscila entre la inspiración de ese llamado y las limitaciones estructurales que aún obstaculizan su realización.
La figura de Francisco interpela, entonces, tanto al mundo como a su propio país. Es un símbolo de lo que Argentina puede ofrecer —una voz ética desde el sur, con raíces profundas y mirada universal—, pero también un espejo que revela sus contradicciones más persistentes. En esa tensión entre vocación y renuncia, entre memoria y posibilidad, se juega buena parte del destino argentino. En esa encrucijada, la ciencia cumple un papel fundamental: es una de las herramientas más poderosas para erradicar la pobreza y generar desarrollo sustentable. Si la Argentina desea proyectarse como un país próspero, deberá comprometerse con una financiación continua, estable y creciente de su sistema científico y tecnológico por parte del Estado y de la iniciativa privada, entendiendo que el conocimiento es una inversión estratégica para el desarrollo y el bienestar de todos.
En su mensaje para la celebración de la 57 Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2024, Francisco afirmó: “No perdamos la esperanza. Tengamos fe en la fuerza silenciosa del bien, en la capacidad de los pueblos para reconciliarse y en la fuerza humilde del amor.”
Hoy se nos fue Francisco al encuentro del Señor. Como solía pedir su Santidad al terminar cada encuentro, recemos por él.
* Exalumno salesiano y agustino. Reflexiones personales, no institucionales