Gestos como este
Cuando era chica pensaba que no era tarea de un hombre limpiar el baño. Lo escribo y me da vergüenza. Pero es cierto. Creo que en aquella época cuando decía hombre y baño pensaba en mi padre y en fregar el piso y el inodoro por dentro, de rodillas, con brío, con calor, con esa brutalidad tan suya, con responsabilidad, con miedo, con Odex. Pensaba en que no le correspondía porque para eso estaba mi madre. La mujer. Que no trabajaba. Que era ama de casa. Que ser ama de casa y criar hijos no era un trabajo. Qué vergüenza.
La vida a mi alrededor me daba bastante la razón. Los movimientos feministas estaban lejos de donde yo estaba y yo no era lo suficientemente curiosa o no estaba tan incómoda y con mis amigas más o menos creíamos todas lo mismo. Esas máximas tan de barrio, tan de nicho, todas erradas. En los 90, mi adolescencia estaba delimitada: los nenes y eso que hacen los nenes y las nenas y eso que hacen las nenas.
Hoy tengo 37 años, vivo con mi novio y no lo dejo limpiar el baño porque no me gusta cómo lo hace. Porque soy demasiado obsesiva con algunos temas, más que nada cuando esos temas son la limpieza, y siempre pienso que lo debo hacer yo porque lo hago mejor. A mí lo limpio me hace tan feliz. Es una costumbre. Y también un castigo, porque no sé si es real. No sé si lo hago yo porque lo hago mejor o porque en el fondo todavía no consigo o concibo cambiar.
No es fácil desandar un camino de años. Y nosotros dos, en casa, lo intentamos todo el tiempo. Un poco a los ponchazos, como nos sale, con errores, con cansancio, con lluvia, con azúcar, con recuerdos, con algunas discusiones. Yo a veces lo molesto y entre risas le digo que lo entiendo, que es hombre, que nadie quiere perder la corona cuando la tiene. Él otras veces me hace preguntas que no sé cómo responder. Me plantea situaciones que suenan injustas y no tengo qué decirle, cómo convencerlo.
Son raras las dudas sobre las certezas del pasado. Durante mis años en la facultad, si una persona más instruida o más feminista que yo me encaraba y me objetaba algo referido a la igualdad de género, yo decía que para mí todos éramos iguales pero no entendía que con las palabras no alcanzaba. Que a veces es necesario hacer, aunque sea por obligación y aunque en algún punto interfiera con la libertad. ¿La libertad? Qué complicado. Recuerdo que meses atrás con un grupo de colegas debatimos la ley de paridad de género, la que exige que las listas de candidatos a puestos políticos tengan misma cantidad de mujeres que de hombres, y yo entendí muy claro lo que representaba, aunque en el fondo estaba molesta porque debió ser una obligación. Pero lo celebré. Como también celebré un poco, aunque no parecía lógico, lo que ocurrió hace unas semanas en televisión.
En uno de los programas más vistos del año pasado, un reality de cocina, estaban a punto de nombrar a los cinco finalistas y el jurado, integrado por tres hombres (los que sabían, los que evaluaban), decidió no sacar a nadie de la competencia y que fueran seis los que pelearan por el título. Era un hombre, el único hombre entre los participantes que esperaban el veredicto (los que no sabían, los que eran evaluados), el que estaba a punto de ser eliminado y sin embargo, aunque no era el plan, lo dejaron seguir.
Al principio me resultó irrisorio porque me parecía justo que se fuera, porque no cocinaba a la altura del resto, las mujeres, pero luego reflexioné un poco y lo sentí correcto. Un gesto. Una manera de evitar una foto: ellos los que les enseñan a ellas.
Fue apenas una idea, no tengo razones para pensar así. Quizá solo mis ganas de creer que estamos todos dispuestos a lo mismo. Que es mentira aquello de que la gente nunca cambia. Que si no soy yo quien limpia el baño, va a estar todo bien, igual de bien.