Hay que renovar la política
Freud escribió sobre el malestar en la sociedad moderna en plena crisis de 1929, cuando tambaleaban los cimientos del capitalismo y asomaba la amenaza totalitaria, estableciendo una relación entre progreso, descontento y sentido de culpa. La realidad desmiente las fáciles lucubraciones sobre la felicidad y el adelanto. La situación actual guarda algunas analogías con las circunstancias en que Freud reflexionaba sobre el desconsuelo.
Estudios internacionales demuestran que las manifestaciones ocurridas en todas las latitudes bajo el mote de "los indignados" o anunciando una "primavera" democrática han sido protagonizadas principalmente por jóvenes sin trabajo o que temen perderlo. El futuro de la ocupación industrial y de servicios está en entredicho por la expansión de la robótica. ¿Cómo será el futuro de las nuevas generaciones?
Estos cambios culturales provocados por los avances de la ciencia y el impacto de las nuevas tecnologías, todavía no bien asimilados, trastocan la vida cotidiana tanto en el trabajo como en la organización familiar, la sexualidad, la reproducción, la educación, la salud y la entretención. Algunos añoran el pasado, otros prefieren evadirse.
El malestar ciudadano actual tiene que ver también con el fin del orden de la Guerra Fría y la no emergencia de un nuevo esquema mundial, lo que ha agudizado fenómenos disruptivos violentos. Tal vez sean las guerras y la agresión destructiva del terrorismo y la represión las que mejor reflejan las contradicciones del progreso. Vivimos en una globalización sin reglas universales.
La política no ha quedado inmune. El poder se ha diluido en múltiples instancias que escapan a la decisión y al control de los ciudadanos. ¿Cómo influir en los acontecimientos?, se preguntan muchos desconcertados. No basta con votar. Además la política ha perdido su dimensión épica y aparece como un equilibrio siempre inestable de actores en disputa por intereses menores.
Como decía Bobbio, la democracia no ha cumplido algunas de sus promesas más sentidas. No se cuestionan sus principios, sino sus resultados. La representación ha perdido atractivo y la decisión directa de los ciudadanos aún no es viable para el gobierno cotidiano de los asuntos públicos, y en las consultas plebiscitarias se corre el riesgo de simplificar los temas sin una deliberación suficiente.
Hay una sensación difundida de desamparo, desconcierto e incerteza, que lleva a la gente a vivir el presente, a desconfiar de las instituciones y a refugiarse en la vida privada, como si se pudiera escapar del destino colectivo, cuando no a participar ciegamente de movimientos nacionalistas extremos o de clara orientación fundamentalista religiosa. En diversas latitudes vuelve a aparecer el populismo con sus promesas vacías.
A lo anterior en América latina se suman la desaceleración económica, el temor a perder el trabajo, las pensiones insuficientes, la inseguridad frente a la delincuencia, el actuar del crimen organizado y las bandas urbanas, la amenaza de abusos por parte del Estado o de las empresas y el asombro ante los reiterados casos de corrupción. Los pronósticos económicos para la región no son de los mejores.
¡Quién puede negar el asombroso progreso vivido en la región en la última década! Pero, al mismo tiempo, ¿alguien puede desconocer el malestar existente en nuestra sociedad?
Algunos dirán que se vive el síndrome de los países de ingreso medio que empiezan a caminar sobre arenas movedizas.
El desafío es de mayor envergadura. Tiene que ver con la legitimidad de lo público. Corresponde a la política y, sobre todo, a la cultura intentar una respuesta. Ortega y Gasset dice que la política no puede vivir sólo de ideales, pero no debe tampoco subsistir sin ideas y valores si quiere escapar del utilitarismo pragmático. La política exige tener "una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación", afirmaba Ortega en la Argentina y en Chile en los años 20 del siglo pasado. Aludía a la necesidad de elaborar un proyecto nacional posible capaz de movilizar las mejores energías de una sociedad.
Más que nunca se ha vuelto hoy patente la necesidad de renovar la política. No se tendrá asegurado el éxito ni se alcanzará la felicidad, cargaremos siempre un sentimiento de culpa, pero tal vez podremos reducir las carencias y la penuria de tantos, y acertar con un nuevo camino de futuro y esperanza. No sería poco.
Embajador de Chile en la Argentina
José Antonio Viera-Gallo