Hermann Goering: el misterio de Nüremberg
Durante casi 60 años, el suicidio de Goering, dos horas antes de ser ahorcado por sus crímenes, intrigó a los historiadores. Ahora, un norteamericano de 78 años, ex guardián durante el juicio, afirma que fue él quien le suministró el veneno
Las mandíbulas apretadas, una leve mueca de dolor, un ligero temblor del cuerpo macizo, pesadas gotas de sudor en un pálido rostro que perdía sus últimos signos de vida. Eran las once menos cuarto de una ruidosa noche en el Palacio de Justicia de Nüremberg. En el gimansio, extrañamente iluminado, varios hombres se ufanaban para terminar a tiempo el cadalso donde esa madrugada debían ser ejecutados doce criminales de guerra, jerarcas nazis que recibirían en la horca el castigo por el horror que habían desatado y del que la humanidad, aquel 15 de octubre de 1946, aún se reponía.
Pero Hermann Goering, el otrora obeso jefe de la Luftwaffe y número dos de Hitler, el cínico y carismático bon vivant que con su afición por la caza mayor y las opulentas fiestas -ahora tan lejanas- había contrastado por el estilo espartano de su Fürher, escaparía al castigo. Una cápsula de cianuro, ingerida dos horas antes del encuentro que sus captores le tenían preparado con la muerte, le permitió eludir la horca con un suicidio que durante décadas ha sido uno de los mayores misterios que ha dejado la Segunda Guerra Mundial.
¿Cómo obtuvo Goering esa cápsula? ¿Cómo logró ocultarla en una celda constantemente iluminada y celosamente vigilada?
La respuesta, que ha intrigado por casi 60 años a biógrafos e historiadores, parece haber sido hallada en Hesperia: en esa pequeña ciudad en el desierto californiano, un obrero siderúrgico de 78 años se la reveló esta semana al diario Los Angeles Times.
"Yo se la dí", afirmó Herbert Lee Stivers, el obrero en cuestión, que a los 19 años formó parte del ejército norteamericano que ocupaba Alemania y que fue uno de los guardias de casco blanco que durante once meses custodiaron a los acusados durante el Proceso de Nüremberg.
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Herbert Lee Sitvers era miembro del 26 regimiento de la 1a. División, cuya compañía D estuvo asignada a la custodia del juicio. De pie detrás de los acusados, debía pasar horas en posición de descando durante las largas audiencias del proceso. "Era aburrido -dijo Stivers a los periodistas de Los Angeles Times-. Pasábamos dos horas de guardia y cuatro de descanso. Querían que estuviéramos alertas y nos viéramos bien. Vino gente de todo el mundo a ver el jucio. No llevábamos armas de fuego. Teníamos bastones cortos que sosteníamos a nuestras espaldas. Eso nos ayudaba a tener las manos atrás. Uno se cansa bastante en posición de descanso."
Pero los guardias encontraban entretenimiento en conversar con los prisioneros, quienes incluso les firmaban autógrafos.
"Goering era un tipo muy agradable -recordó Stivers-. Hablaba bastante buen inglés. Hablábamos de deportes. Era piloto de avión y hablábamos sobre (Charles) Lindbergh", el aviador estadounidense que antes de la guerra había sido condecorado por Goering tras su cruce del Atlántico.
Pero Stivers, como casi todos los soldados del ejército ocupante, también disfrutaba de la compañía de las Frauliens, las jóvenes alemanas que en esa gris posguerra congeniaban con los ex enemigos. Como Hildegarde Brunner, de 18 años, a quien Stivers regalaba chocolate y cigarrillos para canjear en el mercado negro.
Luego, Stivers volvía a las tediosas sesiones de Nüremberg.
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La del 1° de octubre de 1946 fue mucho más animada: ese día se leyeron las sentencias.
Durante toda la mañana, en la atestada sala del tribunal los jueces habían avanzado en la lectura de los considerandos que se referían a cada uno de los acusados: Rudolf Hess, Joachin von Ribbentrop, Wilhelm Keitel, Alfred Jold, Karl Dönitz...
Cuando llegó el turno de Goering, éste apretó contra sus oídos el auricular por donde le llegaba la traducción de la sentencia: "Culpable de los cuatro cargos de la acusación". Es decir: conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El y todos los presentes supieron entonces que esa misma tarde se pronunciaría su condena a morir en la horca. Si esto provocó en él alguna reacción, la ocultó detrás de sus anteojos negros y de una sonrisa fría, apenas esbozada.
Durante las dos semanas siguientes, la defensa de los sentenciados presentó inútiles apelaciones al alto mando aliado en Berlín, al presidente Truman y hasta al Vaticano. Pero las sentencias eran firmes y todos los acusados tenían la certeza de que ésta se cumpliría alrededor del 14 de octubre.
El doctor alemán Ludwig Pflucker, encargado de la salud de los prisioneros, dejó constancia en sus Memorias de cómo transcurrieron los últimos días de quienes morirían en la horca.
En la tarde del 7 de octubre, Pflucker fue llamado a la celda de Georing, que había sufrido un ataque al corazón pero que con dificultad pudo decirle al médico: "Acabo de ver por última vez a mi esposa. Ahora he muerto. Es una mujer maravillosa. Sólo al final parecía que iba a desplomarse, pero se ha dominado y cuando nos despedimos estaba muy serena".
Pflucker le aplicó unos sedantes. "Ahora pueden matarme cuando quieran -agregó el condenado-. Me alegro de haber disfrutado de este momento".
Ya resonaban los martillazos provenientes del gimnasio y el ruido de las sierras llegaba hasta las celdas. ¿Cuándo terminarían de construirse las horcas?
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El soldado Stivers, mientras tanto, pasaba su tiempo libre en un hotel donde se había instalado un club de oficiales. Uno de esos días, al salir del hotel, se le acercó una joven morocha de nombre Mona.
"Me preguntó qué hacía y le dije que era guardia. Ella dijo: ?¿Estás en contacto con los prisioneros?´. Yo contesté: ?Todos los días´. Ella dijo: ?No te ves como un guardia´. Y yo le respondí: ?Te lo puedo demostrar´. Acababa de conseguir un autógrafo del (acusado) Baldur von Schirach y se lo mostré", recuerda. Stivers dice que la misteriosa morocha le presentó a dos hombres, Erich y Mathias, quienes le dijeron que Goering estaba "muy enfermo" y que no recibía la medicina que tanto necesitaba.
El ahora veterano obrero siderúrgico afirmó a Los Angeles Times que ya había llevado dos veces notas ocultas por Erich en una lapicera fuente a Goering cuando Erich puso en una lapicera, la tercera vez, una cápsula para que la llevara al nazi. "Dijo que era medicación y que si surtía efecto y Goering se sentía mejor, le enviarían un poco más -reveló Stivers-. Agregó que esperarían un par de semanas y que Mona me avisaría si querían enviarle más medicación."
Stivers entregó la "medicina" a Goering.
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La noche del 15 de octubre, hacia las 22, el doctor Pflucker visitó a Georing en su celda para administrarle, como cada noche, su sedante. "Para no sumirlo en un sueño demasiado profundo -recordó en sus Memorias- había vaciado la cápsula azul de Amycal y la había llenado con Natrium Bicarbonicum."
"No cabe la menor duda de que están preparando algo -dijo Goering-. Se ven muchas caras nuevas por los corredores y tienen más lámparas encendidas que de costumbre". Pflucker se despidió.
A las 22.45 el guardia que custodiaba al jerarca nazi volvió a mirar a través de la mirilla de la puerta de su celda, como hacía cada treinta minutos. La postura de Goering era la misma que el guardia había visto en el control anterior: estaba tumbado con los ojos abiertos sobre su cama, con la mirada puesta en el techo gris y las manos cruzadas sobre el pecho. Pero sus manos delataban un extraño nerviosismo: temblaban aferradas a la manta. Uno segundos después, los temblores alcanzaban todo el cuerpo.
La alarma cundió por todo el corredor. Se oyó el ruido de la apertura de pesadas puertas de hierro y el guardia y otro oficial se precipitaron en la celda. Un cura protestante llegó antes que el doctor Pflucker. Los temblores fueron cediendo, pero Goering estaba pálido, sudaba y respiraba con dificultad. Estaba muriendo.
"¿Está teniendo algún ataque al corazón?", le gritó Pflucker. No obtuvo respuesta. El médico tomó el pulso de Goering, luego se incorporó lentamente y afirmó: "Este hombre ha muerto". Más tarde, en la boca del criminal nazi fueron hallados restos de una cápsula de cianuro.
Faltaban dos horas para que comenzaran a aplicarse las sentencias.
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Stivers nunca volvió a ver a Mona. "Supongo que me usó -piensa ahora-. Nunca pensé que Goering se suicidaría. Nunca estaba mal de ánimo. No parecía suicida. De lo contrario nunca le hubiera llevado esa cápsula."
El 16 de octubre, los titulares de los diarios que informaban de la muerte de Goering eclipsaron en todo el mundo a los que señalaban la ejecución del resto de los criminales. El ejército norteamericano comenzó rápidamente una exhaustiva investigación. Todos los guardias fueron interrogados y la celda de Goering revisada de arriba a abajo. En una valija que permanecía en el depósito se halló otra cápsula. Varias carreras militares quedaron truncas, pero la verdad nunca se supo.
La investigación concluyó sin culpables y con la suposición vaga de que Goering había tenido el veneno consigo desde el comienzo del juicio. Y que quizá lo había mantenido oculto en su cuerpo, "en la cavidad del ombligo o en su tracto alimentario".
Los historiadores nunca confiaron demasiado en esa versión, ya que los acusados eran minuciosament revisados por los médicos de Nüremberg luego del suicidio de otro criminal, Heinrich Himmler, poco después de ser capturado.
Probablemente tampoco confíen en la versión de Stivers, quien dice que sus actos remordieron su conciencia durante 58 años.
Su hija, Linda Dadey, fuen quien lo convenció de que relatara su historia. "Tienes que contarlo antes de irte", le dijo. Stivers lo hizo. La causa prescribió hace tiempo.
"Su historia es lo suficientemente loca para ser cierta -dijo Aaron Breitbart, investigador del centro Simon Wiesenthal-. Pero no hay modo de saberlo."
El misterio quizá nunca se disipe del todo, pero al menos la versión oficial ya no es la única.