Hippies, la causa perdida
En 1967 saltó al mundo, desde San Francisco, una rebelión pacífica de jóvenes que, entre el idealismo, el delirio y la droga, impulsó una nueva forma de pensar, de vestir y hasta de amar. El fenómeno se extendió a casi todo el planeta, incluida la Argentina. Pero pocos años después se había extinguido.
VERANO de 1967 en el hemisferio norte. Lugar: San Francisco. Como un evangelio nuevo se transmite por todo Occidente una información proveniente de esa ciudad: han llegado los hippies.
En 1965, el periodista Michael Fallon, del San Francisco Examiner, ya había acuñado el término hippy en referencia a una reunión de beatniks y bohemios de la zona. Era una información vieja, además, porque los primeros asentamientos hippies en el área databan, por lo menos, de 1964. Pero el mundo simplemente se volvió loco con esta novedad descubierta por los medios en 1967. Una novedad acunada en los compases del rock ácido de la costa oeste de los Estados Unidos, envuelta en las luces líquidas puestas de moda ese verano, presentada en el arte restallante y psicodélico de sus pósters, y pasada, qué duda hay, por el filtro de la experiencia lisérgica.
Los hippies se hicieron conocidos mundialmente gracias a la cobertura de la prensa norteamericana (muy pronto fueron tapa de las revistas Time y Life) y se reprodujeron como hongos en su versión europea (más superficial, por cierto) en las calles de Londres, Amsterdam, París, Buenos Aires o cualquier ciudad con abundante e inquieta población juvenil.
Pero, ¿de dónde habían salido? ¿Por qué San Francisco? ¿Por qué la ciudad de las bruscas pendientes, de los pintorescos tranvías y de los terremotos se había convertido en una especie de meca para los jóvenes pelilargos (blancos en un 99 por ciento), oriundos de hogares de clase media en su mayoría, que abandonaban esa seguridad para irse a ver qué pasaba en Frisco?
Una ciudad distinta
En primer lugar, San Francisco, ya desde fines de los años cincuenta, venía atrayendo a su cuota de descastados y disconformes varios con el american way of life (estilo de vida americano): músicos de cool jazz y, sobre todo, beatniks de largas barbas, vestidos con túnicas, jeans, sandalias de cuero, con su poesía de vanguardia, practicando un cómodo budismo de bolsillo y armados, por supuesto, con sus cigarrillos de marihuana.
En los años sesenta, la ciudad, por la cercanía de los campus universitarios y colleges californianos, se convirtió en un imán para una siempre renovada fauna de adolescentes y jóvenes que abandonaban los claustros buscando una vida más libre.
Simplemente por su propio peso, miles de jóvenes, a lo largo de la primera mitad de los años sesenta, fueron llegando a San Francisco. Una ciudad, además, que en pintorescos distritos, como el legendario H. Ashbury, ofrecía en moderado alquiler viejas casonas de fines del siglo XIX sin preguntar demasiado por los antecedentes de los nuevos inquilinos.
San Francisco estaba llena de músicos, tanto de jazz como de rock. Estos últimos, bajo la influencia de los Beatles y, desde 1965, de la legendaria banda americana The Byrds, estaban fusionando el folk de protesta de los cafés del Village con los más eléctricos y urgentes sonidos del rock and roll.
Barrios completos de San Francisco se poblaron con acordes de guitarras acústicas y eléctricas, de armónicas, de tamboriles, que evolucionarían luego hacia las más extrañas disonancias, al sensual abandono de la cítara y a los ruidos de la electrónica, cuando el ácido llegó.
La droga
Porque el movimiento hippy no se entiende sin la droga, y la droga de aquel momento y lugar, sin duda, fue el LSD.
Su gurú era Timothy Leary, que en 1960 ya daba "lecciones psicodélicas" a sus alumnos universitarios (en 1962 lo expulsaron finalmente de Harvard).
Otro de los profetas de la droga era el escritor Ken Kesey (su novela One Flew Over the Cuckoo´s Nest, Alguien voló sobre el nido del Cucú, de 1962, se transformaría en una de las biblias del movimiento), que organizó su propio grupo de delirantes devotos del ácido, los Merry Pranksters, que recorrían las rutas norteamercianas en un ómnibus muy especial, experimentando el viaje psicodélico por antonomasia, y organizando los primeros "acid test" en el área de la bahía de San Francisco, una verdadera iniciación al mundo del LSD.
Augustus Owsley Stanley III, el mago del ácido, se encarga de distribuir la droga gratuitamente entre los iniciados, y la revista Newsweek lo bautiza como "el Henry Ford del LSD".
Owsley alcanza el status de un "bandido lisérgico" casi legendario después de 1966, cuando la droga es finalmente declarada ilegal. Refugiado en México, recurre a mil disfraces, a mil engaños, para suministrarlo a sus acólitos, utilizando hasta el método de arrojarse en paracaídas para evitar el cerco policial y poder repartir la droga.
Los primeros grupos hippies se organizaron en San Francisco entre 1964 y 1966. Había en ellos mucho de idealismo, bastante de delirio y una actitud diferente ante la vida que comenzaba a tomar forma. Sentían un rechazo visceral al establishment, a la sociedad de consumo, a la ropa y hasta a las actitudes de la gente corriente.
Los hippies amaban los encuentros masivos. En salones de baile, en los parques (como el del Golden Gate), se juntaban, se tocaban, bailando al compás de la enredada música de las bandas del área, como los Jefferson Airplane (con Grace Slick, su cantante de perfil delicado y voz ominosa) y los legendarios Grateful Dead (conducidos por un guitarrista tan refinado como delirante, Jerry García, bautizado Captain Trips).
Para ellos, todas eran buenas o malas vibraciones. Viajes buenos... y de los otros. Los cigarrillos de marihuana pasaban de mano en mano, los terrones de azúcar impregnados con una solitaria y todopoderosa gotita de ácido lisérgico circulaban gratis, en un principio.
Los hippies de San Francisco no se cargaban demasiado de cultura libresca. Tenían sus libros de cabecera, claro, como Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley, la obra de Kesey ya mencionada o El Señor de los Anillos, de Tolkien. Sencillamente, para ellos el conocimiento no pasaba por los libros sino por las sensaciones, las vibraciones, lo que era o no cool o, como se repetía por entonces, groovie.
En un primer momento, y hasta 1967 -época del boom mediático armado sobre los hippies-, todo funcionó, y las vibraciones fueron generalmente buenas. Pero de repente, con la difusión masiva del movimiento, algo cambió.
De todos los Estados Unidos partieron tours turísticos para ver de qué se trataba ese fenómeno. Cuando los hippies contemplaban esta invasión de curiosos, que llegaban en sus ómnibus con las cámaras prestas colgando por las ventanilllas, corrían al lado de los vehículos y los apuntaban con espejos, devolviéndoles su propia imagen azorada.
Claro que no sólo turistas llegaron a la ciudad. Miles de jóvenes de todo el país se decidieron a darse una vuelta por Frisco. Se dejaban barbas y melenas, se tatuaban flores en la frente o en el cuello, se vestían, ellos también, con túnicas, sacones afganos y jeans desteñidos.
Desaparecidos
En un penoso desfile, los comisarías policiales a lo largo y ancho del país se poblaron con el rutinario lamento de los padres que reclamaban por sus hijos desaparecidos, tragados por la metrópoli hippy. Los pizarrones de esas comisarías quedaban literalmente tapados con las fotos de los jóvenes perdidos, inútiles del todo para hallarlos porque en esos rostros lampiños y rubiones de distintas promocionnes escolares nadie reconocería a los nuevos barbudos o a las jóvenes de túnicas transparentes y ponchos mexicanos que vagaban por las calles de San Francisco o que terminaban durmiendo en los parques de la ciudad al llegar la noche.
Alguien debía alimentar, proteger y, en cierta forma, orientar a esa masa de recién llegados aprendices de hippies que desquiciaban a los pioneros del movimiento (que por esa época empezaron su éxodo de la ciudad para formar comunas rurales).
Así aparecieron los diggers (entre los que se contaba el futuro actor de cine Peter Coyote). ¿Qué hacían estos cavadores, que habían tomado su nombre de una vieja hermandad inglesa del siglo XVII? Se ocupaban de ubicar bajo techo, de alimentar, de vestir, de proporcionarle drogas gratuitas a toda esa multitud de adolescentes que se habían largado a la ciudad.
Un movimiento que intentaba, cuando podía, darle la espalda al dinero y hacer como si éste no existiera.
Para fines de 1967, tras el negocio publicitario provocado por el famoso verano del amor, se empezaron a percibir signos sombríos en el paraíso hippy.
Ya el más místico de los Beatles, George Harrison (acompañado por su esposa, Pattie Boyd, y por el publicista Derek Taylor), buscando experimentar in situ el fenómeno, había tenido una sombría impresión de lo que se estaba gestando. Al visitar el Golden Gate Park se vio rodeado por una multitud de freaks de ojos vacíos y gesto hostil, pasados de droga, que le exigieron en forma monótona y violenta que les cantara algo. El beatle, literalmente, tuvo que salir corriendo del lugar.
Nuevas drogas circulaban por la ciudad. Era el tiempo en que la cocaína y la heroína empezaban a hacer sus estragos entre jóvenes ya pobremente alimentados, que dormían generalmente en los parques y a la intemperie.
Ocurrió que tras los adolescentes aprendices de hippies llegaron los farsantes, los traficantes de drogas pesadas (los pusher a los que se refería la estremecedora canción entonada por el grupo Steppenwolf), los rufianes que buscan prostituir a esa nueva carne de cañón blanca, fresca, de uno y otro sexo, además de los violentos e impredescibles Hells Angels con sus rugientes motos, y los más estrafalarios gurúes y falsos profetas de los que se tenga memoria en los tiempos modernos.
El otro gurú
Uno de estos santones solía sentarse inmóvil en el piso de los grandes salones de baile, en posición de loto. Permanecía durante horas en silencio, escuchando los sonidos distorsionados que salían de los altavoces, sin ninguna expresión en el rostro, como muerto. Admirador fanático de los Beatles, y curioso intérprete de los mensajes ocultos de las letras de sus canciones, se movía con su troupe de hippies y jovencitas, aturdidas por drogas y sesiones incansables de sexo, en un ómnibus negro (en oposición a los que los hippies pintaban con colores restallantes y psicodélicos) que llevaba pintada al frente una cornamenta de cabra, y al que había bautizado Magical Mistery Tour, en homenaje al fracasado film de TV de sus ídolos.
Tenía barba enredada y sucia, ojos inquietos y penetrantes, y dominaba a una tribu de hippies que casi se parecía a un harén, cuyas integrantes se desvivían en complacerlo aun en sus más abyectas ocurrencias (la zoofilia no estaba ausente en el asunto).
El mundo muy pronto oiría hablar de él. Se llamaba Charles Manson, y en 1969 acapararía los titulares de prensa con el horrendo asesinato de Sharon Tate y sus amigos en Los Angeles. Para los hippies que no compraban la dudosa salvación prometida por éste y otros gurúes de entre casa, quedaba, por cierto, la posibilidad del viaje a la India, siguiendo el peregrinaje iniciado por los Beatles.
Hacia los caminos del norte de la India, del Nepal, hasta las estribaciones del Himalaya, llegó una multitud de hippies que buscaba al "Holy Man" (el "Hombre Sagrado" de la canción popularizada por Scott McKenzie).
La peregrinación no siempre terminaba bien: algunas veces el final era la expatriación decidida por un cónsul norteamericano o, peor aún, prostituyéndose o mendigando en las calles de países en los que nunca han hecho falta precisamente mendigos.
Además de religiones exóticas, los hippies tenían otras cosas en la cabeza. En San Francisco repetían como dogma la profecía de un terremoto que hundiría a la nueva Atlántida (California) bajo las aguas del Pacífico. Anunciaban, por supuesto, la llegada de la Era de Acuario.
Creían, sobre todo, en el poder de los caóticos y espontáneos mitines masivos. En enero de 1967, 20.000 hippies se reunieron festivamente en el Golden Gate Park. En junio de ese año, el Festival Internacional de Monterey (en el que se consagraron Jimi Hendrix y Janis Joplin, entre otros) se convirtió en apoteosis de un estilo de vida. En otro tono, más melancólico, una multitud también acompañó "La muerte del hippy", un entierro simulado del movimiento, celebrado a fines de 1967 por una procesión de jóvenes que llevaban sobre sus espaldas un ataúd cargado con las reliquias del hippismo.
A fines de los años sesenta, el auténtico movimiento hippy se deshilachó en los Estados Unidos. En las grandes ciudades, como Nueva York, estos jóvenes de pelo largo, rostros pálidos y mucha droga encima pretendieron ocupar espacios públicos -parques, patios de escuelas- que tradicionalmente eran disfrutados por los negros. Y estos no iban a permitir que otros blancos (claro que mucho más mansos) también los corrieran de allí. Así fue como durante un tiempo corrió sangre. Los negros ganaron la batalla.
Los hippies más veteranos y auténticos fundaron comunas rurales (las más famosas fueron The Hog Farm, Arroyo Seco y New Buffalo), en las que vendían artesanías y dulces caseros, y le daban la espalda al mundo. Por un tiempo, la cosa funcionó. Luego, la realidad, a la que puede uno oponerse o adaptarse, pero no ignorar, les pasó simplemente por encima.
¿Qué fue de aquellos viejos hippies? Más allá de cualquier negocio de revival nostálgico (como el grotesco Woodstock II), los hippies se convirtieron en pieza de museo. Algunos pocos se acomodaron su pelo largo y poblado de canas en una funcional colita, y continuaron defendiendo con entusiasmo las causas perdidas del presente, desde la ecología y los derechos de los indios hasta las ballenas y otras criaturas tan en extinción como ellos mismos.
Algo de aquella llama, sin embargo, sigue todavía allí, oculta, titilando apenas, esperando que por una nueva y última vez en su vida tiempos menos cínicos y egoístas aviven el viejo fuego encendido hace más de treinta años.
Por Ernesto G. Castrillón
(c)
La Nacion
El último aullido
Madrid.- Cuando Allen Ginsberg llegó a La Habana cometió tres imprudencias -o impudicias- definitivas. Dijo que le gustaría acostarse con el Che Guevara, le dio una nalgada a Haydée Santamaría (una trágica heroína de la entonces muy joven revolución) y sembró con semillas de marihuana los tiestos de flores del hotel Habana Hilton.
¿No estaban acaso en el primer territorio libre de América? ¿No eran los rebeldes e iconoclastas años sesenta? Naturalmente, el escritor norteamericano, el ya famoso autor de Aullido, fue invitado a abandonar el país con cierta precipitación. Pero tras él dejó liquidado, permanentemente acosado por la policía política, a su amigo y anfitrión, el también excelente poeta José Mario, que acabaría encerrado en un campo de concentración hasta que pudo salir al exilio.
La anécdota me vino a la memoria meses atrás ante la noticia de la muerte de Ginsberg en Nueva York, a los setenta años, afectado por un cáncer hepático que probablemente lo condujo a la decisión de quitarse la poca vida que le quedaba sin tener que desempeñar el triste e inútil papel de enfermo terminal. Quien siempre había defendido la libertad y el derecho a la sensualidad en términos estrictamente personales debió pensar, muy kevorkianamente, que estar vivo o no pertenece a la esfera de las decisiones privadas. Ninguno de sus amigos o parientes ha admitido públicamente esta posibilidad, tal vez por no verse implicados en lo que, acaso técnicamente, constituye un crimen.
Poeta y profeta
Ginsberg fue, como se sabe, un gran poeta, pero, como a veces sucede, también encarnó otro papel: el de apóstol de una idea, de una corriente estética, incluso de una forma de entender el mundo. Ginsberg, de alguna manera, fue el profeta de la era hippy, su figura emblemática, su mejor icono. Mucho más representativo que los narradores Kerouac o Burroughs, sus más notables compañeros de generación literaria. Y hay en su muerte toda una carga simbólica, como si con él se despidiera para siempre uno de los más estremecedores acontecimientos de este siglo que también se nos apaga. Ginsberg tal vez fue el primer hippy. Y el último.
En efecto, en los años sesenta, tras los conformistas cincuenta, apenas desalelados por la estridente irrupción del rock, fueron apareciendo ciertos insólitos rasgos de comportamiento juvenil, fundamentalmente en los Estados Unidos, que iban mucho más allá de una moda pasajera y superficial. No se trataba de ceñir o de liberar la falda y el pantalón, de cargar un enorme equipo de audio -como tontamente sucedió tiempo después- ni de colgarse pendientes en la lengua, los genitales o el ombligo, como sucede ahora, sino de algo mucho más profundo y radical: la propuesta de cambiar totalmente el modo de vida, renunciar a los valores tradicionales y modificar de manera casi absoluta la apariencia personal.
El derecho de gozar
Era una rebelión contra las jerarquías establecidas, contra la religión tradicional, contra todas las normas. Era la reivindicación hedonista del ilimitado derecho a gozar de los sentidos sin reparar en convencionalismos morales. El homosexualismo salió del closet. Las relaciones sexuales dejaron de ser ejecutadas por la pareja habitual y, como en las orquestas, fueron surgiendo tríos, cuartetos y hasta sinfónicas que se trenzaban en una cama elástica de contornos cada vez más borrosos y mayores. Una película de la época se anunciaba con esta leyenda elocuente: "Todo lo que dos adultos hagan en la intimidad de la alcoba es legítimo... y si son tres es maravilloso".
Simultáneamente, se despreciaba el trabajo. No había imagen más vil y reaccionaria que la de un señor de pelo corto, traje, corbata y maletín de ejecutivo. Esa era la estampa del odiado establishment... Sólo los militares -esos cerdos- eran más despreciados, por cuanto representaban la violencia, la guerra, la imposición por la fuerza del podrido modo de pensar de la vieja sociedad que había que enterrar bajo una montaña de flores ecológicamente cultivadas en comunas o en parques llenos de niños felices. Era la Era de Acuario, de la solidaridad, del desinterés, y de soñar con un mundo en el que jamás se volvería a hacer la guerra, porque esas inmorales carnicerías tenían un origen erradicable: descansaban en la codicia del insaciable Primer Mundo.
El movimiento hippy, aunque nunca tuvo un catecismo ideológico claro, reivindicaba las señas de identidad de un estereotipado Tercer Mundo -las greñas, los harapos, la frugalidad- y prescribía una forma de conducta basada en el rechazo al grosero consumismo.
Habla en el hippysmo un obvio componente religioso, aunque se tratara de una religión sin dios, sin altares, sin otra liturgia que la del LSD y sin otro incienso que el del cannabis.
El problema es que ese sueño de dulce nihilismo era, realmente, una fantasía que sólo podía haber surgido en sociedades económicamente poderosas capaces de mantener vivos y coleando a estos amables contestatarios. Mientras los hippies, uniformados como un ejército de pobres dotados de un débil instinto laboral, casi siempre mantenidos por sus perplejos padres, se lanzaban a la conquista espiritual del planeta proponiendo una vida austera fundada en el disfrute de los placeres naturales, los pobres de verdad, los que no tenían dónde caerse muertos, soñaban con trabajar para la IBM, ponerse una corbata y adquirir a plazos un automóvil y una lavadora de platos.
Los enemigos de los hippies no eran los burgueses amenazados sino los desposeídos de este mundo, gentes que no podían aceptar como destino permanente los rasgos de pobreza del mundo en el que habitualmente vivían. Mientras los hippies viajaban a la India o a Colombia a "encontrarse a sí mismos en la sencillez del Tercer Mundo", los indios y los colombianos querían viajar a Chicago o a Londres a encontrar la manera de comprar una casita con agua corriente y luz eléctrica.
El pleito se saldó como todos sabemos: poco a poco las comunas se fueron cerrando, el detergente y la tijera entraron a saco sin contemplaciones, y la vida volvió a su mezquina normalidad de mandar a los niños a la escuela, comprar pan en la esquina y anhelar una existencia pastosa desarrollada en una vivienda plagada de vulgares electrodomésticos.
Y es así, en este fin de siglo conservador y tranquilo, sólo alterado por el rumor de las bolsas, bajo el signo zodiacal de la Internet, cuando Allen Ginsberg se despide cortésmente con un gran poema: De la muerte y la fama. No lo he leído. Por el título supongo que se trata de una resignada meditación final sobre la vacua futilidad de la vida. Es el último aullido del último hippy.
Por Carlos Alberto Montaner
(c)
La Nacion
De Recoleta a El Bolsón
La Argentina de los tiempos del general Onganía no fue inmune al hippismo. En La Plata (ciudad repleta de estudiantes) en 1966 ya comenzaban a organizarse las primeras comunas hippies. La más famosa de todas sería La Cofradía de la Flor Solar, que, según cuenta el periodista Miguel Grinberg, tomó su curioso nombre de su Reducto de la Flor Solar (ubicado en Almagro, en la Capital Federal), llamado así por un canto rodado que el mismo Grinberg había encontrado en las cataratas del Iguazú.
En Buenos Aires, los primeros hippies padecieron los edictos policiales, las continuas razias y el corte de pelo obligado (para los varones) en las comisarías. Pronto tuvieron sus puntos de reunión, como la flamante Galería del Este.
Tenían, también, los festivales de rock. En 1969, en el festival que organizó la revista Pinap en un anfiteatro ubicado en Pueyrredón y Figueroa Alcorta, quedaron expuestas las contradicciones de la experiencia hippy en la Argentina. Adentro, una pacífica multidud de adolescentes rockeros y bucólicos hippies se balanceaban al compás de la música de Almendra y Manal. A la salida, la policía prolijamente se los llevaba detenidos, uno tras otro.
Genuinos y advenedizos
Verdadera apoteosis del movimiento, los festivales BARock (realizados desde 1970 en el Velódromo Municipal) fueron dominados por las distintas tribus hippies con sus remeras descoloridas, sus jeans desteñidos o las túnicas transparentes para las chicas (que, como se pudo observar bien pronto, gracias a los altos escalones del Velódromo) carecían por completo de ropa interior. En la feria artesanal de Recoleta, los sábados y domingos, los hippies vendían sus trabajos en cuero y metal, en un ambiente mezclado, donde también medraban algunos estrafalarios advenedizos.
Dos de las integrantes originales de la comuna hippy platense La Cofradía de la Flor Solar, Meneca Hiquis y Raquel Maidana, recordaron para La Nación su experiencia de aquellos años.
Al comienzo la comuna había estado ubicada en una casona en el centro de La Plata. Posteriormente se instaló en una casa más grande en las afueras de la ciudad, un antiguo casco de estancia enclavado en una manzana con profusión de árboles.
En su origen, la Cofradía había estado formada por un grupo de estudiantes de Bellas Artes, y entre sus fundadores figuraban el "Mono" Cohen, Rocambole e Isabel Vivanco. Posteriormente se sumaron músicos provenientes de Entre Ríos, de los que se destacaban el sutil guitarrista Kubero Díaz y el bajista Morci Requena (luego se incorporaría el guitarrista Quique Gornatti), que formaron la base de la banda de rock llamada, como la comuna, La Cofradía de la Flor Solar, que debutó en Buenos Aires en 1969.
"La Cofradía -recuerda Raquel Maidana- fundamentalmente no fue musical: era un grupo de artistas, aunque lo que más trascendió sí fue la banda de rock, a la que apoyaban todo los integrantes de la comunidad. Las mujeres peinábamos a los músicos, los pintábamos, les hacíamos la ropa, les dábamos el empuje. Hacíamos todo a pulmón, las luces, con lámparas de aceite, las diapositivas. Era una época muy creativa."
Básicamente, la Cofradía se mantenía (de manera por demás frugal) con lo recaudado en los shows de la banda y, sobre todo, con la venta de artesanías entre el ambiente rockero de La Plata y Buenos Aires. Lo que más salida tenía eran las correas para guitarras eléctricas, troqueladas, de cuero (una especialidad casi exclusiva del grupo), a las que se sumaban sandalias, tapicería y hasta sillas.
Al preguntárseles cómo era ser hippies en los tiempos de Onganía, ambas señalan la omnipresente presión policial. "Por un lado -dice Raquel Maidana-, el hippismo era una cosa muy pacifista, pero había que estar en posición de guerrero todo el tiempo. La policía nos volvía locos, nos espiaba con teleobjetivos. Cuando nos hacían requisas les decíamos que no estábamos en nada político, pero era en vano. Ellos decían que la comunidad, de por sí, era una actividad política. Además había problemas con todos los chicos que se escapaban de sus casas, cuyas familias venían a buscarlos a la casona. Incluso tuvimos un muchacho norteamericano que estaba escondido entre nosotros, evitando el reclutamiento para ir a Vietnam."
Las dos señalan, como causa de estas constantes razias policiales, los prejuicios que por la época se tenían sobre el movimiento, básicamente acerca de la utilización de drogas y de un supuesto desenfreno sexual (sólo los músicos eran un tanto más promiscuos, aunque no más que cualquier músico de rock).
Las drogas (nunca las pesadas) se utilizaban en la Cofradía como una experiencia casi religiosa, tribal. "No todos usaban drogas psicodélicas -señala Raquel Maidana-. Siempre hubo el que no, el que poco, el que mucho, el que sí, y el que nada."
¿Cuál era el encanto que hacía que los jóvenes que llegaban de visita a la Cofradía se instalaran allí? Para Meneca Hiquis es muy fácil describirlo: "Yo venía de Buenos Aires -señala-, de trabajar en una agencia de publicidad. Ni bien llegué a la Cofradía me dije: "De acá no me sacan". Se pusieron a tocar la guitarra y a preparar un asado. Estaban haciendo todo lo que a mí me gustaba. Y me quedé ahí, debajo de un árbol. Era como una fiesta de primavera, un Día del Estudiante, pero permanente. Allí nadie sabía el apellido de nadie".
La Cofradía tenía una peculiar distribución de las tareas comunes. Cada día, una pareja distinta hacía de "esclavos". Realizaban las compras (el dinero provenía de un fondo común), servían el desayuno, se encargaban de la limpieza de la casa, preparaban la cena (tenían una sola comida por día) y colocaban la mesa al estilo hippy, usando hojas de higuera en vez de platos. Las chicas que servían los alimentos se colocaban flores en el pelo. Se buscaba que la comida fuera un momento especial, casi un rito.
El desbande
Después de 1971, la Cofradía comenzó a disgregarse. Para 1975, en general, el movimiento hippy estaba desmantelado en la Argentina. En una época en que la simple portación de juventud ya era peligrosa, ni hablar si ésta venía acompañada de barbas, melenas y túnicas. Los hippies que quedaban buscaron refugio en el Sur, en el Bolsón. No eran por entonces tiempos de utopía, sino de simple supervivencia.