
Historia, política y politiquería
A veces, las decisiones de los políticos ingresan en el umbral sagrado de la historia: representados por figuras como Churchill en la Segunda Guerra Mundial o Gorbachov en el deshielo del comunismo soviético, los políticos viven entonces su hora más gloriosa. Otras veces, la política se concentra en lo que tiene de más íntimo y cruel: la lucha por el poder. Pero hay ocasiones en que, perdidos en el laberinto de las mezquindades, los políticos se vuelven despreciables ante el tribunal de la opinión pública porque han caído en el submundo de la politiquería.
Estos son los tres niveles de la vida política. Cada uno de ellos adquiere una fuerte presencia en la Argentina actual. Si RaúlAlfonsín hubiera logrado ir al Congreso para explicar las leyes de obediencia debida y de punto final, a su discurso lo habría rodeado la majestad de la historia. Porque lo que hizo Alfonsín en los años ochenta para cerrar el largo ciclo del militarismo iniciado en 1930 pertenece a una de esas horas excepcionales en que los políticos suben al podio de los estadistas.
La vertiginosa sucesión de gobiernos militares y civiles que nos frustró como nación de 1930 a 1983 tuvo, como signo distintivo, la impunidad de los sediciosos. Lo habitual en aquella época era que, en tanto presidentes constitucionales como Yrigoyen, Alvear,Frondizi, Perón o su viuda conocían al bajar del poder la proscripción, la cárcel o el exilio, nada similar les ocurriese a los militares que los habían derrocado.
Alfonsín corrigió, por una vez, esta absurda asimetría. Obligó a los jefes militares de 1976-1983 a rendir cuentas de sus actos ante la Justicia, creando un disuasivo de hierro para futuros conspiradores.
Pero la iniciativa de Alfonsín tropezó con una extraordinaria dificultad procesal. Todo proceso judicial necesita de testigos. ¿A quiénes habían visto los testigos entrar en sus casas y llevarse a sus seres queridos? A tenientes y sargentos: a los "perejiles" en la negra historia de la represión ilegal. Había demasiados en vista. Miles de ellos. Cuando se dibujó en los tribunales la posibilidad de que gran parte de los cuadros de oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas fueran detenidos por abusos a los derechos humanos, surgió una barrera práctica que hizo inevitables las leyes de obediencia debida y de punto final: simplemente, no se podía meter presos a miles y miles de militares sin que la renaciente democracia peligrara.
¿Qué hizo entonces Alfonsín? Concentrar las culpas por el horrendo proceso de 1976-1983 en sus máximos jefes. Esta había sido la lógica de los tribunales de Nuremberg: castigar severamente sólo a un puñado de máximos responsables por los crímenes del nazismo. Así quedó en pie el castigo de la prisión perpetua para unos pocos, en representación de los demás. Los Massera, los Videla, los Suárez Mason de los años setenta portarían, cada uno con su propia y diferente carga moral, los pecados de una época negra en la que miles y miles de otros argentinos los habían secundado.
Esta salida no podía conformar a los familiares de las víctimas ni a los más enérgicos defensores de los derechos humanos. Pero respondía a la ley no escrita de la necesidad. Aunque no se la aprobara, pertenecía al drama de la historia.
El presidente Menem indultó a los condenados en nuestro Nuremberg. El indulto reimplantó la impunidad en el centro de los acontecimientos. Si los responsables por los crímenes más horrendos de nuestro pasado reciente están libres, ¿por qué no han de estarlo los asaltantes de todos los días?
Menem justificó su terrible decisión en nombre de la pacificación nacional. Este argumento, refutable, aun así se reviste de cierta grandeza. El hecho es que, al reprimir con más contundencia de lo que Alfonsín lo había hecho conRico la intentona de Seineldín, al borrar el servicio militar obligatorio, al completar la integración conBrasil y Chile que había iniciado Alfonsín, al precipitar la reconciliación con el Reino Unido,Menem continuó la obra desmilitarizadora de su antecesor. Ya no habrá rebeldes sin respuesta, ya no habrá amplio aparato militar, ya no hay necesidad de que lo haya porque desaparecieron las tradicionales "hipótesis de guerra" conBrasil, Chile y el Reino Unido que lo justificaban.
Reconozcámoslo entonces sin rubor: gracias a Alfonsín y a Menem, y aun con todas las críticas que puedan merecer sus decisiones, la Argentina de hoy es una república enteramente civil. Este logro extraordinario de dos presidentes-adversarios se ubica en el nivel de la historia.
Caída libre
Quien después de recorrer esta dramática narración observe el proceso que culminó en la frustrada reunión de la Cámara de Diputados sobre las leyes de Alfonsín, se sentirá como en el tramo descendente de una montaña rusa. Los diputados Juan PabloCafiero yAlfredo Bravo iniciaron el trámite al proponer la derogación de la obediencia debida y el punto final. Puede comprendérselo a Bravo, un querible romántico que integra la larga lista de las víctimas de la locura represiva, pero es más difícil justificar a Cafiero por haber presentado un proyecto de entrada inviable porque, aun cuando las leyes de Alfonsín se derogaran, todos los que se beneficiaron con ellas seguirían disfrutando igual que antes del beneficio de la cosa juzgada.
¿A qué, entonces, la iniciativa? De un lado, se reabrieron vanamente las heridas de las víctimas. Del otro, se sembró la discordia en la Alianza al alentar el enfrentamiento entre el Frepaso y los herederos de Alfonsín.Se puso al propio Frepaso en la situación imposible de dar cabida a una iniciativa simpática a sus seguidores sin romper por ello con sus asociados radicales. Pero Cafiero forma parte del Frepaso. ¿Qué pretendió con lo que hizo? ¿Ganar su propio espacio aun a costa de un grave daño institucional?
Esta motivación, deleznable, revela un alto grado de irresponsabilidad. A causa de ella, la consistencia de la Alianza como posible partido de gobierno queda cuestionada. Sobre la imprevista ocasión que le brindaba la oposición se lanzó entonces el bloque justicialista de diputados. Sabedores de que, para defender los indultos, Menem debería vetar la ley de derogación propuesta, pese a ello los diputados justicialistas se lanzaron al ruedo de un debate por definición estéril para socavar la imagen de sus rivales sin advertir que, entre tantas idas y venidas, la clase política se hundía en el fango de la politiquería.
El verdadero argumento
Cuando pase esta locura, volverá la verdadera política. Volverá la lucha descarnada por el poder. Porque el fuego artificial en Diputados no disimulará por mucho tiempo el auténtico argumento del 98: la definición de los dos colosos que intentarán en el 99 alcanzar el poder presidencial.
Elegir presidente es la tarea central de los ciudadanos, porque a casi dos siglos de distancia sigue siendo verdad aquel dicho atribuído a Bolívar: "La América antes española necesita reyes con el nombre de presidentes". Un rey, Menem, pretende seguir siéndolo. Otro rey potencial, Duhalde, lo desafía en el seno de su propio partido. En la otra orilla navegan por los rápidos Fernando de la Rúa yGraciela Fernández Meijide. Estos cuatro, y no los proyectos ilusorios de diputados sin mesura, serán los nombres verdaderos del 98. Es sólo en este empinado nivel que se habrá de celebrar el rito más antiguo de la política en aplicación de una ley nunca violada: que la lucha por el poder es un juego de suma cero, porque lo que uno obtenga, los demás lo perderán.


