La compulsión de escribir
Uno de los detalles más asombrosos, aunque evidentemente menos significativos y espectaculares, de los cuadernos del chofer Oscar Centeno fue justamente ese: los cuadernos. Tal vez me equivoque, pero hacía tiempo que no se veía (por lo menos públicamente) semejante profusión de páginas manuscritas. Los motivos por los que Centeno se dedicó a llenar páginas y páginas siguen sin explicarse del todo (¿extorsión?, ¿protección?), pero de lo que no hay dudas es de que el chofer era un grafómano.
Más allá de esta grafomanía judicializable de Centeno, la grafomanía tiene su propia tradición lejos de la turbiedad de la corrupción política. Esa tradición es noblemente literaria. Empecemos por un detalle: no todo el que escribe es grafómano, pero el grafómano no puede dejar de escribir. En cierto modo, el grafómano y el lector se excluyen mutuamente: uno vive para escribir y el otro para leer, y en los casos en los que el grafómano y el lector habitan en la misma persona cada uno de los sufre cuando hace lo que pide el otro. Minúscula tragedia de las letras.
Entre todos los grafómanos de la literatura, mi preferido es Robert Walser, y no hay ninguna originalidad en la elección. No hubo escritor más invisible que él. Salvo en su última etapa de internación psiquiátrica, no tuvo nunca vivienda fija ni nada fijo (apenas un traje bueno y un traje menos bueno), ni siquiera libros, acaso porque, como ya dije, el grafómano necesita papel en blanco, no papel con palabras ya inscriptas. "Cómo se puede comprender a un autor que estaba tan acosado por las sombras y que, con independencia de ello, esparció por todas partes la luz más amable". Eso anota W. G. Sebald en El paseante solitario, una evocación completamente personal de Walser. Su influjo fue secreto y Kafka, que no padecía la grafomanía, no habría sido quién fue sin Walser. "Es necesario que dejes de imitar a Walser", le dijo Max Brod a Kafka.
Según Sebald, Walser consiguió un raro prodigio: casi siempre escribió lo mismo y nunca se repitió. Agreguemos que todo lo que escribió lo escribió casi en secreto, en una especie de clandestinidad infligida sobre sí mismo. Esto se nota cuando uno abre al azar cualquier de los tomos de su obra reunida en alemán. Ni se preocupa por saber qué está escribiendo: lo escribe. Relatos en ciernes, anotaciones dispersas, críticas que parecen cuentos, cuentos que simulan ensayos.
El colmo de la grafomanía de Walser son los tres tomos de Escrito a lápiz. ¿Qué son esos escritos? Precisamente, la evidencia de la grafomanía de Walser en el período de su internación. Una gran cantidad de anotaciones en lápiz en papelitos que guardaba en cajas de zapatos. Los signos eran casi indescifrables (basta una búsqueda en Google para satisfacer cualquier verosimilitud), y no digamos nada del asunto. Los investigadores Werner Morlan y Bernhard Echte lograron transcribir eso que llamaron "microgramas". Dice Sebald: "El sistema de los papelitos es también una obra de defensa y fortificación única en la historia de la literatura, en la que debían salvarse las cosas más pequeñas e inocentes del hundimiento". No cuesta mucho sospechar que Walser quería extinguirse a sí mismo en la extinción de su escritura. La grafomanía se negó a sí misma su condición y terminó por convertirse en puro dibujo. Como me dijo hace un tiempo un amigo, la escritura también es un dibujo. Tal vez sea por eso que los microgramas de Walser piden ser mirados antes que leídos. Tal vez sea por eso que el grafómano quiere trascender la escritura y convertirla en algo que no puede ser, y que termina siendo.
Carl Seelig, el hombre que acompañó al escritor en sus caminatas, termina así su libro Paseos con Robert Walser: "El muerto que yace en la pradera nevada es un poeta al que extasiaba el invierno, con su ligera y alegre danza de copos..., un verdadero poeta, que anheló como un niño un mundo de paz, pureza y de amor: Robert Walser". En ese mundo, no hay lugar para las palabras.