
La cuestión del vicepresidente
Félix V. Lonigro Para LA NACION
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ES indudable que el actual vicepresidente de la República ha tomado definitiva distancia de la Presidenta y su gobierno, y a la luz de los resultados de la mayoría de los sondeos de opinión, se ha constituido en uno de los principales candidatos a sucederla en el próximo período presidencial.
El protagonismo de Julio César Cleto Cobos y sus marcadas diferencias con el gobierno del que forma parte han empujado a muchos a manifestar que, si no comparte las políticas implementadas por la Presidenta, debe renunciar.
Independientemente de los dictados de la lógica o de la moral, importa saber si la ley suprema de nuestro país avala esa supuesta obligación de cualquier vicepresidente que no está de acuerdo con el gobierno del cual forma parte de dar un paso al costado tal como lo hizo Alejandro Gómez durante la presidencia de Arturo Frondizi (1958-1962). Para eso resulta adecuado analizar el rol constitucional del vicepresidente.
La Constitución Nacional se refiere al vicepresidente en dos diferentes secciones: en la que regula el funcionamiento del Senado Nacional (estableciendo que lo preside, aunque sin asignarle la calidad de legislador ya que no participa en la sanción de las leyes, salvo que fuera necesario desempatar por existir igualdad de votos entre los senadores, como ocurrió el 17 de julio de 2008 con la votación de las llamadas retenciones) y en la que se refiere al órgano ejecutivo de gobierno, ya que cuando la ley suprema establece la duración del período presidencial, los requisitos para ocupar el cargo, la remuneración, la fórmula de juramento, la acefalía y el sistema de elección del presidente, incluye siempre al vicepresidente, a quien se le aplican las mismas disposiciones.
Es indudable que la ubicación institucional del vicepresidente es ambigua porque, por un lado, forma parte del Senado (presidiéndolo) y, por otro, cumple un rol en expectativa en el órgano ejecutivo, desde que acompaña al presidente en la fórmula y lo reemplaza en caso de ausencia temporaria o definitiva. Más allá de presidir un órgano de cuya actividad principal no participa -sancionar leyes referidas a las atribuciones que la Constitución Nacional le asigna-, se trata de un funcionario con potestades no muy precisas.
Si a todo esto agregamos que la Constitución Nacional no obliga a reemplazar al vicepresidente en caso de ausencia de éste (es potestad del Congreso convocar a una nueva elección para ello), se entiende por qué Domingo Faustino Sarmiento (presidente argentino entre 1868 y 1874), al referirse a su vicepresidente Adolfo Alsina, afirmó que su única función sería "tocar la campanilla en el Senado".
Sin embargo, la escasa magnitud del cargo vicepresidencial contrasta con algunas fortalezas que tiene y no pueden ignorarse: por ejemplo, la que se vincula con el origen popular de su designación; aunque es cierto que difícilmente un candidato a vicepresidente influya en la decisión del electorado, que por lo general vota a una fórmula en función de quién la preside, es decir, del candidato a presidente.
A su vez, el presidente, por disconforme que esté con su posible reemplazante, no puede removerlo de su cargo ya que eso es algo que sólo puede hacer el Congreso Nacional con un juicio político. Además, a pesar de su escasa relevancia institucional, de pronto el vicepresidente puede convertirse en el gobernante más representativo de nuestro sistema político, en la medida en que, de ocurrir un deceso, renuncia o destitución del primer mandatario, aquél debe ocupar su cargo hasta la finalización del período presidencial.
La cuestión por dilucidar es qué ocurre cuando un vicepresidente, como en el caso de Cobos, comienza a tomar distancia del gobierno al que pertenece. En este caso, ¿debe renunciar? Este interrogante no se formula si el díscolo fuera un ministro, porque en este caso el presidente lo echaría de su cargo, pero en el caso del vicepresidente la cuestión adquiere relevancia porque la voluntad del presidente no alcanza para destituirlo.
La Constitución Nacional no contempla la situación de un vicepresidente que disiente del presidente o de sus políticas, pero debe interpretarse que no lo obliga a renunciar en ese caso, ya que prevé la posibilidad de que, ante la renuncia de un vicepresidente, el Congreso convoque a elecciones para la designación popular de un reemplazante.
Naturalmente que, en esas elecciones, puede participar todo el arco opositor; luego, si el constituyente no hubiera considerado prudente que un vicepresidente discrepe con su presidente, de ninguna manera hubiera consagrado la posibilidad de efectuar una compulsa electoral para la designación de un reemplazante de aquél en caso de vacancia.
Es por ello que, cuando un vicepresidente renuncia o fallece, nunca se convoca a elecciones para reemplazarlo, aunque esta regla general sólo fue alterada cuando, durante la segunda presidencia de Perón, falleció Hortensio Quijano y se convocó a elecciones para elegir a otro vicepresidente. Allí triunfó el peronismo gobernante y fue elegido para tal fin Alberto Teisaire.
Más allá de estas consideraciones de tipo institucional o constitucional, la historia argentina nos demuestra que los ciudadanos, a la hora de votar, deberían prestar más atención a los candidatos a vicepresidente, porque desde 1854 se han iniciado veintiocho períodos presidenciales constitucionales, en seis de los cuales (casi el 20 veinte por ciento de los casos) los vicepresidentes debieron asumir en reemplazo del primer mandatario: Juan Esteban Pedernera por Santiago Derqui, Carlos Pellegrini por Miguel Juárez Celman, José Evaristo Uriburu por Luis Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta por Manuel Quintana, Victorino de la Plaza por Roque Sáenz Peña, Ramón Castillo por Roberto Mario Ortiz y María Estela Martínez por Juan Domingo Perón.
Desde el año pasado, el vicepresidente ha adquirido una marcada exposición pública, pero fue la figura de quien ocupa ese cargo la que sacó a la vicepresidencia de su modorra institucional y no el cargo mismo.
De cualquier manera, esta circunstancia no cambia la ambigüedad institucional de la institución vicepresidencial, aunque, paradójicamente, este funcionario sea el único del entorno presidencial al que el presidente no puede echar por no coincidir con sus políticas de gobierno.






