
La imagen de los jueces: ser y parecer
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EL Senado, por decisión del bloque del Partido Justicialista en su totalidad, resolvió mantener en el cargo de juez federal en lo penal de la Nación al doctor Norberto Oyharbide. Hace más de tres años, el magistrado fue acusado por la Cámara de Diputados por presunta mala conducta en el desempeño de sus funciones. La Cámara alta lo suspendió en su cargo desde esa fecha.
Se ha dicho, con razón, que los jueces -mucho más que otros representantes del Estado- tienen sobre sus hombros una pesada responsabilidad moral, pues toman decisiones que afectan la vida, el honor, la libertad, el patrimonio y la familia de las personas. Por tal razón, quien ocupa el cargo de juez debe exhibir públicamente un comportamiento personal digno y decoroso, de acuerdo con el concepto general que la sociedad atribuye a esos valores. De lo contrario, sería difícil que sus decisiones, a veces trascendentes, inspirasen el generalizado sentimiento de respeto y aceptación que el funcionamiento de la Justicia requiere.
Cuando por un factor u otro la imagen de un juez ante la opinión pública se quiebra o se empaña, sufren las bases de confianza del sistema republicano de gobierno, uno de cuyos pilares de sustentación es, precisamente, el prestigio del Poder Judicial.
Son los propios jueces quienes deben, en primer término, cuidar de la ejemplaridad de su conducta, demostrando una clara conciencia de la jerarquía de su cargo. La propia naturaleza de la función judicial se halla estrechamente ligada al nivel de credibilidad moral de los magistrados. Por eso, cuando las circunstancias determinan que el cuerpo social mire con desconfianza o aprensión a un juez, esa naturaleza queda menoscabada.
El magistrado judicial, en consecuencia, no sólo debe ser un hombre de irreprochable comportamiento desde el punto de vista de su moral personal: también debe parecer que lo es. Tales condiciones, lamentablemente, no se cumplieron en el caso del juez cuya situación acaba de considerar el Senado, pues ciertos aspectos controvertibles de su vida íntima trascendieron a la opinión pública por los medios de comunicación. Se vio lesionada, así, su autoridad moral, lo cual si es de por sí grave en el caso de cualquier funcionario público lo es muchísimo más cuando se trata de quien tiene la alta y delicada misión de administrar justicia.
Lo dicho no significa avalar ni aplaudir los reprobables métodos que se emplearon en su momento para captar escenas de la vida personal del juez -fueron utilizadas cámaras ocultas, violatorias de su intimidad- y para promover ulteriormente su difusión pública. Lo que ocurre es que hoy, objetivamente, su prestigio personal está afectado y es probable que su retorno al ejercicio de la magistratura perjudique el nivel de confiabilidad de la Justicia.
La decisión adoptada por el Senado sienta, pues, un precedente desafortunado para la dignidad de las instituciones. El magistrado repuesto no responde ya a los requerimientos ni a las condiciones que impone la función del Poder Judicial en la valoración y percepción general de la sociedad. El propio doctor Oyharbide podría aportar una solución al conflicto si, poniéndose a la altura de las circunstancias, renunciase a su cargo.



