
La polarización no es solo argentina
En un interesante artículo, el catedrático español Mariano Torcal estableció una diferencia entre la polarización ideológica y aquella de carácter afectivo. Entiende el politólogo esta última como resultado de la diferencia entre los sentimientos positivos hacia el propio grupo partidista y la animosidad hacia los “otros”. A diferencia de la polarización ideológica, que se basa en el debate de ideas, la afectiva es un fenómeno emocional, incluso tribal. No se trata entonces de estar en desacuerdo con una propuesta, sino de sentir un rechazo visceral hacia quienes la proponen, simplemente por pertenecer a un “bando” diferente: el adversario político se transforma en consecuencia en un enemigo personal y moral.
Como con el colesterol bueno y el malo, estaríamos en presencia de una polarización “saludable” y otra “tóxica”; la política argentina a partir de 2008 se ha deslizado de la polarización ideológica a una expresión emocional de la polarización. Entre 1983 y 2008, la polarización no inhibió la posibilidad de arribar a acuerdos de convivencia en momentos de excepción; la unidad partidaria frente a la sublevación militar de Semana Santa en 1987, los acuerdos que hicieron posible la reforma constitucional de 1994, la experiencia cuasi coalicional de Eduardo Duhalde y la conformación de la Mesa de Diálogo auspiciada por la Iglesia Católica en el marco de la crisis social de 2001/2002 representan emblemáticos ejemplos de inclinación al compromiso en momentos de emergencia política, institucional y social.
El conflicto entre un novel gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y las organizaciones agropecuarias en los primeros meses de 2008 sobre la resolución 125 constituyó una bisagra, en la medida en que reinstaló una dinámica de confrontación prácticamente abandonada desde el retorno de la democracia en 1983 en una transición de una política como expresión de compromiso hacia una visión agonal de esta: la competencia política se dirime ya no entre adversarios, sino entre enemigos irreconciliables.
El retorno de la confrontación trajo aparejada la emergencia/enunciación de una serie de expresiones tendientes tanto a la descalificación del adversario (ahora enemigo político) como a la exacerbación de divisiones (pre)existentes en la sociedad argentina; en este contexto aparecieron durante el kirchnerismo términos de dudosa capacidad explicativa, pero de indudable eficacia persuasoria, como la categoría de “destituyente” o la utilización de expresiones tendientes a la animalización de los líderes políticos o de los espacios políticos representados por esos líderes, como el “gato”, la “yegua” y la reaparición del término “gorilas”.
La experiencia de Javier Milei ha profundizado el antagonismo en el plano narrativo mediante el uso de expresiones como la “casta” para referirse a la clase política y en la actualidad a los medios de comunicación independientes, “ratas” para caracterizar a diferentes actores con representación en las instituciones legislativas, y “mandriles”, “econochantas” o “ñoños republicanos” referidas a segmentos que manifiestan su disenso con diferentes aspectos de la política oficial, sean estos de índole sustantiva o formal, no obstante encontrarnos en presencia en los últimos meses de un “león herbívoro” libertario menos proclive a la agresión verbal contra sus adversarios.
Si para el célebre Charly García la alegría no era solo brasileña, analizando el proceso electoral en la región en el quinquenio 2019-2024 podemos afirmar sin dudar que la polarización no es solo argentina; en un rápido recorrido por 17 países de América Latina nos encontramos con que tres de ellos pueden ubicarse en la extrema izquierda –Cuba, Nicaragua, Venezuela–, 5 en la izquierda –Bolivia, Brasil, Colombia, Honduras y México–, 2 en la centroizquierda –Chile, Uruguay–, 3 en la derecha –Costa Rica, Panamá, Perú–, 1 en la centroderecha –Paraguay– y 3 de 17 en la extrema derecha –Argentina, Ecuador, El Salvador–. Polarización y fragmentación: una perfecta tormenta.
Un clima de desencanto de las elites políticas –no confundir método democrático con la clase política elegida mediante el procedimiento democrático–, de crecimiento de la intolerancia política y radicalización de la competencia electoral y el desarrollo de nuevas tecnologías que exacerban la radicalización del clima político –ira más algoritmos, diría Giuliano Da Empoli– permiten empezar a comprender un fenómeno local y al mismo tiempo de carácter global.
La polarización no es solo argentina. Pero sí es un espejo que nos devuelve, amplificada, la dificultad de las democracias contemporáneas para transformar la diferencia en diálogo y la competencia en convivencia.






