La política social de las oportunidades
El kirchnerismo, como antes Menem, considera a los pobres como objetos pasivos de los planes estatales, y no como sujetos activos de su propio desarrollo
El fracaso de la lucha contra la pobreza de los últimos veinte años no se debe sólo a la ineficacia y la corrupción. Se debe también a una manera equivocada de concebir la política social, un enfoque compartido por el gobierno de la década de 1990 y el de esta última. Acá no hay "dos modelos" – el neoliberal y el populista– sino más bien uno solo que concibe a la política social tímidamente, como un paliativo para aligerar el impacto de decisiones económicas, y a los sectores más vulnerables como objetos pasivos de las políticas socioeconómicas. Son dos caras de una misma moneda que hay que dejar atrás.
En la década del 90 se creyó que la inversión y el crecimiento provenientes de reformas económicas alcanzarían también a los sectores más vulnerables. Sin embargo, esta opción del "derrame" no funcionó; crecieron la pobreza y el desempleo, y en el período 1992-2002 la brecha entre el 10% más rico de la población argentina y el 10% más pobre se duplicó. De las políticas de esa década se pasó al asistencialismo subsidiado. Nunca en la historia argentina se otorgaron tantos subsidios como en la última década, y aun así no se logró alterar el núcleo duro de pobreza estructural que sufre el país.
A pesar del empeño que los gobiernos kirchneristas pusieron en presentarse como la contracara del neoliberalismo, la opción del derrame y la de los subsidios comparten una concepción común: la política social como un paliativo. En el primer caso, la prioridad fue el crecimiento económico del país y la política social se pensó como un parche para los que quedaban fuera de ese crecimiento. En el segundo, el parche no sólo es para los que quedan fuera del crecimiento, sino para los que sufren los malos manejos económicos que conducen a una inflación que supera el 35% y a la recesión. En ambos casos la política social surge como una medida tardía que busca remediar los efectos de la política económica.
Hay que romper con este enfoque erróneo y avanzar hacia un nuevo paradigma que comprenda a la política en su conjunto como política social. Concebida correctamente no existe, por ejemplo, división entre política económica y política social; son y deben ser la misma cosa, un paquete indivisible que contribuya a la integración y al bienestar de las personas. En ese sentido, el gobierno actual parece no entender que un marco macroeconómico simple, previsible y de reglas claras es en sí mismo un elemento fundamental de cualquier política que se jacta de ser social. Sin ese marco, las empresas y los emprendedores no pueden planear sus estrategias a mediano plazo, pero más importante es que tampoco pueden hacerlo las familias. Sólo dentro de un marco de certidumbre las personas pueden pensar más allá de la inmediatez de la coyuntura y tomar decisiones, como invertir en el hogar o en educación. Parece mentira que no se entienda que sin un horizonte estable no hay subsidio que alcance.
Desde ya, el crecimiento y la inversión que vienen de reglas claras no alcanzan para dar suficientes capacidades y protagonismo a los sectores más excluidos: el derrame jamás llega a tiempo y nunca es suficiente. Por eso, es fundamental que, al mismo tiempo, el Estado se dedique a promover oportunidades garantizando el acceso a bienes públicos de calidad, priorizando la inversión en educación, salud y transporte. El asistencialismo direccionado, el plan social, también es necesario para las personas en situación de pobreza, especialmente en las condiciones actuales del país. Nadie pone eso en duda. Pero hay mucho por mejorar más allá de consolidar la Asignación Universal por Hijo como una verdadera política de Estado a través de una ley del Congreso que garantice aumentos automáticos por inflación. Un desafío es lograr que el otorgamiento de la asistencia sea transparente y sin intermediarios, directamente desde el Estado a las personas necesitadas.
Otro desafío es consolidar, como se logró en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, una base única de beneficiarios para organizar no sólo el piso de ingreso mínimo sino también el acompañamiento de la persona por parte del Estado a través de sus distintas etapas de vida: el embarazo, la primera infancia, la primaria, la adolescencia, la tercera edad. El asistencialismo direccionado es el acompañamiento individual necesario para asegurar que las personas y las familias puedan acceder a la inversión social macro. De poco sirve esa inversión si, por ejemplo, un chico no llega, por situaciones de abuso, desnutrición o adicción, a disfrutar de una educación pública de alto nivel.
El desafío de concebir la política en su totalidad como social enseña que tampoco alcanza con la combinación de marco macroeconómico previsible, la igualación de oportunidades a través de inversiones públicas y el asistencialismo. No es suficiente para realizar una de las promesas básicas del ideal democrático: la idea de igualdad, la idea de que el lugar de nacimiento (provincia, ciudad, barrio, familia) no sea determinante para las futuras condiciones de vida de la persona. Por eso, hacen falta intervenciones sociales rupturistas y contundentes a favor de las personas y los barrios en mayor situación de vulnerabilidad, para marcar un antes y un después en sus vidas y sus entornos. Un ejemplo es la creación de universidades en el conurbano para acercar la educación superior a comunidades que la podían sentir ajena o inaccesible. Estas iniciativas van en la dirección correcta mientras aseguren la excelencia, no estén contaminadas por el clientelismo y no confundan la academia con la militancia. Otro es la Casa de la Cultura Villa 21 en Barracas, donde el Ministerio de Cultura de la Nación abrió una oficina en un asentamiento precario y busca integrarla al tejido urbano más amplio a través de oferta cultural. Si es hecho sin demagogia y sin deformación proselitista, esta medida es una ruptura real y simbólica importante: un ministerio nacional se instala en una villa de emergencia como si fuera un barrio formal de la ciudad.
El ejemplo paradigmático en América latina de esta orientación de política social son los famosos "parques bibliotecas" de Medellín, centros culturales de extraordinaria calidad construidos en los barrios más pobres de la ciudad. Los parques bibliotecas llevan servicios de vanguardia a zonas olvidadas por el Estado y tienen un valor simbólico enorme resumido en el lema "lo más bello para los más humildes". Éste es el camino que incorporó la ciudad de Buenos Aires con el diseño y la construcción del Núcleo de Inclusión y Desarrollo de Oportunidades (NIDO) en la Comuna 7, al lado de la Villa 1-11-14. El Nido está inspirado en los parques bibliotecas y, como ellos, va a incluir la máxima calidad arquitectónica y cultural, actividades para niños y espacios de encuentro para vecinos. Además, incorpora una adaptación superadora: un enfoque en fomentar la capacidad emprendedora basada en la tecnología y la innovación. Todo esto, además, trabajado en estrecha relación con las comunidades beneficiadas.
El proceso de integración social no puede ser sólo de arriba hacia abajo, o sea del Estado hacia las comunidades antes marginadas. También hay que pensar y actuar en alianza con ellas para generar políticas que funcionen como incentivos, que fluyan de abajo hacia arriba y de las periferias hacia los centros. Hay que dejar de ver a las personas en situación de pobreza como objetos pasivos de políticas para que se conviertan en sujetos activos: de receptores de asistencia a agentes con la capacidad para dirimir sus propios destinos. Sólo así va a ser posible pasar de la cultura política del clientelismo y la dependencia a la cultura política de la ciudadanía y las oportunidades.
El autor es director académico de la Fundación Pensar y legislador de Pro
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