La reaparición del terrorismo
En el fondo de la relación de los Estados Unidos con el mundo late una tendencia propensa a enarbolar banderas de redención
La guerra en Irak apenas apagó por un brevísimo lapso la presencia del terrorismo. En estos últimos días hemos visto cómo los terroristas golpean con eficacia en Arabia Saudita, Marruecos, Palestina, y provocan alertas en territorio norteamericano y europeo. Son señales que nos advierten que estas organizaciones continúan convocando adeptos y reorganizando a sus seguidores. ¿Será éste, acaso, el signo más característico de estos inicios del siglo XXI? Es posible que, en el corto plazo, la respuesta sea afirmativa. Se ha puesto en marcha en el mundo una cadena de acontecimientos impulsada por tres acciones: los atentados terroristas, la reacción basada en la doctrina del gobierno de George W. Bush acerca de la guerra preventiva y, en tercer lugar, la intervención de las organizaciones multilaterales en la reconstrucción de la posguerra en Irak.
El gobierno de los Estados Unidos activó una estrategia, que se venía sopesando previamente en los círculos de decisión, desde el instante en que estalló la tragedia del 11 de septiembre de 2001. La estrategia puso en cuestión dos cosas: por un lado, los principios tradicionales de la soberanía de los Estados; por otro, las reglas de la intervención multilateral previstas por las Naciones Unidas y por otras alianzas defensivas. Acaba de introducirse un matiz en esta estrategia mediante la resolución del Consejo de Seguridad del jueves último (por unanimidad en ausencia de Siria) que aprobó el levantamiento de las sanciones a Irak, otorgando poderes extraordinarios a los Estados Unidos y Gran Bretaña para gobernar ese país durante un año, con la colaboración de las Naciones Unidas en una Junta Internacional de Asesoramiento y Monitoreo.
Esta presencia acotada del multilateralismo tiene por oponente al propio terrorismo. Si el multilateralismo adhiere a la racionalidad, el terrorismo celebra el predominio de los instintos básicos. Su objetivo consiste en contagiar su propia ceguera al país al que considera su enemigo absoluto. Tal propósito, si bien pretende infligir el mayor daño posible, conlleva la intención de generar respuestas capaces de producir más odio y más resentimiento. Sin esas pasiones en donde abrevar, el terrorismo pierde su razón de ser
La pasión terrorista tiene, pues, múltiples causas. Quizás una de las más importantes sea aquella que hace hincapié en la definición del enemigo como la encarnación del mal. En lugar de relacionarse con un concepto variable del interés, esta clase de enemistad ve al oponente como una suerte de manifestación demoníaca que debe ser necesariamente eliminada de la faz de la Tierra.
Esta transformación de las convicciones religiosas en un instrumento mortífero para justificar el asesinato pone a descubierto la raíz suicida, ínsita en las redes terroristas. La naturaleza humana, al despojarse de su amor a la vida, trastroca la idea de salvación en una ceremonia de aniquilamiento: porque mato me salvo . El cálculo terrorista no puede llevar a cabo sus designios sin esta reserva de fanatismo. Aunque resulte contradictorio, el suicida es el capital humano del terrorismo.
El error más grave en que podríamos incurrir (error que, lamentablemente, se advierte a menudo por estos lares) radicaría en equiparar el círculo íntimo de la administración Bush con aquel perfil tenebroso. Los repertorios valorativos no son, desde luego, equivalentes, pero el cuadro estaría incompleto si olvidásemos que, en el fondo de la relación de los Estados Unidos con el mundo, late una tendencia propensa a enarbolar banderas de redención. Hace más de medio siglo, en plena guerra fría, Raymond Aron destacaba en las páginas de Le Figaro: "La sensibilidad de la opinión americana, siempre proclive al espíritu de cruzada, lleva a confundir la potencia enemiga con la encarnación del mal" (19 de mayo de 1951).
No parece que se haya modificado en lo sustancial esta básica inclinación, más aun cuando existe un gobierno que la azuza e incita. Sin embargo, una revisión objetiva de la hegemonía norteamericana en el período que transcurre entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el atentado a las Torres Gemelas nos mostraría que ese "espíritu de cruzada" convivió con el esfuerzo por dar sustento generoso a un nuevo orden internacional. ¿Qué hubiese pasado con las Naciones Unidas sin el apoyo franco de los Estados Unidos? ¿Qué porvenir habrían tenido las organizaciones pertenecientes a dicho sistema de no contar con el abundante financiamiento del Tesoro norteamericano?
Hace un par de meses, Chris Patten, miembro de la comisión europea encargada de las relaciones internacionales, recordaba tres frases extraídas de los discursos del general Marshall en Harvard, en la inmediata posguerra de 1945. La primera: "Una política de seguridad no es una política de guerra". La segunda: "Nuestra política no está dirigida contra un país, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos". La tercera: "Los principios democráticos no florecen en los estómagos vacíos".
La preocupación que en estos momentos está dando vueltas por el planeta deriva, precisamente, del riesgo de que el "espíritu de cruzada" termine imponiéndose sobre los argumentos inspirados en la razón humanitaria y en el legado del multilateralismo. Lo que hoy nos falta es la voluntad de construir juntos un nuevo ordenamiento internacional. ¿Sería factible recuperar aquel espíritu constructivo capaz, por lo menos, de levantar algunas bases comunes de convivencia entre pueblos y naciones?
Al respecto, las lecciones derivadas de la guerra en Irak combinan el orgullo de un rotundo triunfo militar con urgentes temas pendientes y con una leve recuperación del multilateralismo (como se desprende de la reciente resolución 1483 del Consejo de Seguridad). Sería ocioso enumerar lo que no se ha hecho en Irak: no se han encontrado las armas de destrucción masiva, Saddam Hussein sigue sin aparecer, sectores fundamentalistas pertenecientes a la mayoría chiita de la población reclaman la instauración de una república islámica y, para cerrar una lista que no es exhaustiva, los terroristas otra vez han mostrado sus dientes.
Los Estados Unidos no quieren reeditar Ñnunca lo han hechoÑ un pacto colonial idéntico al que impusieron en América, Asia y Africa las potencias europeas a partir del siglo XVI. Pero, si prosigue insistiendo en una visión unilateral del liderazgo internacional, la administración Bush podría caer en la trampa de un nuevo y paradójico aislacionismo: condenados a actuar en el mundo, la definición de un tipo de hegemonía dominante, en conflicto con el terrorismo, colocaría a los Estados Unidos en una posición solitaria, sin un esquema institucional en el cual apoyarse.
Ya se advierten signos de disgusto en la opinión norteamericana (sobre todo en algunos grandes diarios) hacia ciertas actitudes que sólo parecen apostar a favor de la expansión de la fuerza. Este es el escenario que el terrorismo suicida desea ardientemente para instalar la dialéctica del odio. Los constructores de la paz deben evitar este esquema y favorecer con energía el fortalecimiento de los mecanismos multilaterales.