La rebelión de los serios
Mi madre solía censurar con énfasis uno de mis hábitos más persistentes.
–Vos pensás demasiado –objetaba, y como nadie la superaba en la fortaleza del carácter y la intensidad de la mirada, sus juicios eran, en nuestro hogar, los más respetados y los más temidos. Por supuesto, me costaba entender a qué se refería con eso de "pensar demasiado", y entonces buscaba auxilio en mi abuelo, que era con quien me llevaba mejor y pasaba más tiempo, y cuyo cariño hacia mí era un misterio familiar, dada su bien ganada fama de déspota. Pero hasta los déspotas tienen un primer nieto, y cuando le preguntaba qué significaban las reconvenciones de mi madre, el gallego ingenioso, de mente veloz y anécdotas inagotables, me respondía con afecto:
–¡Hombre, que te tomas las cosas muy en serio!
Es posible que esa fuera la razón por la que, en ciertas ocasiones, mi padre me llamara por mi apellido; de verdad. Supongo, asimismo, que por eso saltaba de la cama a las seis e iba a despertar a mi pobre madre para no llegar tarde a la escuela (que quedaba a solo una cuadra), y que ese era también el motivo por el que levantaba la mano, en el aula, para señalarle al esforzado maestro un error en el pizarrón. Enviado a la Dirección por alguna refriega infantil, ese tomarme las cosas en serio me llevaba a preguntarle a la autoridad, socráticamente, qué era en realidad la justicia. Porque el otro había empezado, claro, y, de ese modo, lo que se anticipaba como un correctivo se convertía en un extenso debate sobre la moral. Dado el comprensible desconcierto del señor director, la controversia concluía con una citación para mis padres, que, por fortuna, me respaldaban. Sabían que era un chico raro, pero jamás violento, y que las escaramuzas se originaban sobre todo en que era un alumno muy aplicado. Digamos mejor: demasiado aplicado.
El asunto quedó ahí, como esas espinas de los nopales, que molestan pero no se ven. Al parecer, tomarse las cosas en serio estaba mal. Por desgracia, me resultaba inevitable. Si eran los ríos de Europa, llegar a la hora pactada o defenderme de lo que hoy llamaríamos bullying me daba lo mismo. Había que hacerlo bien.
Así pasaron los años, el mundo se me fue revelando en su variedad inabarcable, y entonces descubrí algo insólito. No, no era de ninguna manera normal que el alumno fuera acosado por su diligencia. Todo lo contrario. En otras culturas, la picardía y los atajos estaban mal vistos o se los tipificaba como delitos. Al aplicado lo premiaban. Mis colegas, a medida que avancé en esta profesión, también se tomaban las cosas en serio; eso fue un bálsamo. Reportaje tras reportaje, conocí a muchos argentinos que me maravillaban por la seriedad con la que abrazaban sus tareas. Seriedad y un entusiasmo intenso, como si les importara.
Por supuesto que les importaba. De eso se trata. De que nos importa. No hacemos nada de oficio. No hay más o menos que valga. Nos tomamos las cosas en serio y somos muchos más de los que el pícaro sospecha, atrincherado en la tierra baldía de la facción mínima, pero ruidosa. O encumbrada.
Somos muchos y nos rebelamos a diario contra la viveza criolla. Porque no parece que nos haya ido muy bien con esto de que llegar tarde es aceptable, de que el truhan prospera más que el honrado, de que el que no llora no mama y el que no afana es un gil. Peor aún. Nos hemos ido adormeciendo en un escepticismo confortable, pero anestésico. Lo que importa ya no importa. Y lo que no tiene ni la más mínima importancia se torna escándalo nacional.
No hay ni una sola cosa buena que haya conocido en esta vida que fuera obra de la incompetencia o el desgano. No hay una sola cosa valiosa que haya conocido en esta vida que fuera obra de la negligencia, el desinterés, la apatía o la indolencia. Nada importante se logra cuando no nos importa hacerlo, cuando no lo tomamos en serio. Nada, y mucho menos una sociedad.