La solidaridad, un valor esencial
EN un mundo en el que la brecha social tiende a ensancharse y en el que los sectores situados por debajo de la línea de pobreza están cada vez más extendidos, los emprendimientos de carácter solidario tienen un valor y un significado que no pueden ser desconocidos.
Si pensar en el prójimo para darle apoyo, aliviar sus padecimientos y contribuir a elevar su calidad de vida es cumplir un mandato que tiene antiguas raíces culturales, religiosas y filosóficas, darle un encuadre institucional a todo ese quehacer solidario, organizando y sistematizando sus loables y necesarios empeños, es dar respuesta a los requerimientos de una realidad económica y social que día tras día plantea desafíos más complejos en todas las regiones del planeta.
En la Argentina existe actualmente, como lo hemos señalado ya en esta columna editorial, un altísimo número de organizaciones no gubernamentales (ONG) que dedican sus esfuerzos a finalidades de bien común, de ayuda mutua, de progreso y mejoramiento de los niveles generales de convivencia o de asistencia a los núcleos sociales más desprotegidos.
Esas entidades han adoptado, históricamente, las más variadas modalidades: el cooperativismo, la mutualidad, el socorro mutuo, el asistencialismo de base religiosa o filantrópica, la común pertenencia a un origen étnico o nacionalidad, la afinidad profesional o la defensa de intereses vecinales, por mencionar sólo algunas de las más tradicionales. También han tenido amplio desarrollo las entidades concebidas para defender los derechos civiles de determinados sectores -minoritarios o no- de la población. Ultimamente, están adquiriendo fuerte protagonismo las fundaciones empresarias, creadas por una determinada compañía financiera, comercial o industrial con el fin expreso de realizar donaciones, impulsar actividades de bien público o atender necesidades de orden social. La filantropía empresarial, en rigor, no es enteramente nueva, ya que sus orígenes se remontan a fines del siglo XIX. Pero su expansión institucional se produjo en el último cuarto de siglo.
Finalmente, han irrumpido en el escenario social las organizaciones que, como la Red Solidaria, utilizan los canales de comunicación generados por la tecnología moderna para establecer contactos institucionales o interpersonales que faciliten la instrumentación de servicios o mecanismos de ayuda destinados a paliar la situación de las franjas más pobres de la comunidad.
Las organizaciones comprendidas en este extenso y heterogéneo catálogo de actividades solidarias presentan varios rasgos en común: son entidades privadas -es decir, no gubernamentales-, persiguen objetivos socialmente útiles, no tienen fines de lucro, no ejercen ninguna presión o compulsión sobre sus adherentes y reciben, en todos los casos, donaciones o aportes puramente voluntarios. Ese paisaje institucional tan amplio y variado es el que sirve de marco, en nuestro país, a la solidaridad organizada.
De la solidaridad se ha dicho, con razón, que favorece tanto o más al que la presta que al que la recibe. Es un principio moral que todos los miembros de la sociedad deberían tener presente. A menudo se supone que sólo puede realizar actividades solidarias la persona que posee abundantes bienes. En realidad, no es así: todo ser humano está en condiciones de dar algo a sus semejantes. Tal vez algunos sólo puedan dar su tiempo o su afecto. Pero la cuantía de lo que se da no se mide en términos materiales. Como dijo Antoine de Saint Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos.
Ese es el sentido último de la solidaridad que los pueblos reclaman. Obviamente, eso no significa desconocer que el esfuerzo mayor debe recaer, necesariamente, en todos los casos, sobre los que más tienen.
Son conceptos que se deben tener en cuenta en toda circunstancia.Y más que nunca hoy, 26 de agosto, cuando el mundo hace un alto para celebrar el Día Internacional de la Solidaridad.