Las elecciones de medio término transformaron el debate en EE.UU.
A pesar de discusiones y cuestionamientos, el clima político estadounidense cambió de manera rotunda en las últimas tres semanas; haber retenido el control del Senado le dio una nueva vida a Biden
El sistema democrático contempla reglas y mecanismos institucionales que permiten, entre otras cosas, elegir a los gobernantes, canalizar demandas de la sociedad y medir objetivamente el peso relativo de ideas, valores y argumentos que promueven los diferentes actores políticos y sociales. Resulta fundamental la construcción de una cultura democrática: la convivencia y el respeto entre sectores con distintos intereses, la tolerancia y la comprensión frente a las manifestaciones de pluralismo y diversidad, la promoción de espacio de diálogo y la formación tanto de consensos como de los motores de innovación que deben procesarse mediante dispositivos adecuados para asegurar la deliberación ciudadana. De ninguna manera la democracia se reduce al plano electoral, aunque no puede haber sistema democrático sin elecciones libres y justas.
No alcanza con que los comicios se realicen de manera transparente, programada y con reglas de juego que aseguren la posibilidad de alternancia. Sin embargo, si no se cumplen estos preceptos mínimos desaparecen las condiciones elementales para el funcionamiento de un orden democrático real: la competencia por cargos ejecutivos y legislativos debe estar garantizada. Esto a menudo resulta un campo de polémicas: la definición de la siempre compleja institucionalidad electoral (incluida la cuestión del financiamiento de las campañas en particular y de la política en general) constituye un terreno de disputas, pues en la práctica de este modo se determinan nada menos que los mecanismos de distribución de poder que una sociedad define en un momento específico.
Suele haber controversias sobre la calidad, la idoneidad o la eficacia de la regulación de los procesos electorales. La experiencia histórica y comparada sugiere que, como en tantos otros órdenes de la vida, todas las opciones son imperfectas o subóptimas: tienen fortalezas y debilidades, sesgos que no se pueden ignorar, y costos y beneficios que impactan de manera determinante en los equilibrios de poder que se ratifican o rectifican parcial o totalmente luego de cada elección. De hecho, estamos en una época de convulsión en este sentido, en especial en las Américas.
En México, López Obrador intenta desmontar la institucionalidad que permitió romper el sistema de partido único (la “dictadura perfecta”, como la definió Mario Vargas Llosa) y garantizar la transparencia en la administración de los comicios y la alternancia en el poder. Fue un esfuerzo de décadas de reformas que se cristalizó a mediados de la década de 1990 con la conformación del Instituto Federal Electoral (IFE, más tarde renombrado INE, Instituto Nacional Electoral). Las principales críticas del presidente mexicano apuntan al tamaño, la complejidad y los costos del sistema vigente. Sin duda podrían haber imperado criterios de austeridad que, como en tantas otras áreas de gobierno, brillaron por su ausencia. Pero la mayor parte de la oposición sospecha que la intención real es otra: manejar discrecionalmente las reglas electorales para continuar influyendo en la política mexicana una vez que concluya su sexenio en septiembre de 2024. Hubo grandes movilizaciones a favor y en contra de esta iniciativa, que tiene destino incierto.
En Brasil también hubo tensiones que derivaron en la renuncia de las autoridades de las tres fuerzas armadas antes de que asumiera Lula da Silva. Incluso El Salvador podría experimentar una reversión autoritaria si prosperara la intención de Nayib Bukele de volver a presentarse a pesar de que la Constitución de su país lo prohíbe. El diálogo entre oficialismo y parte de la oposición venezolana encuentra en el terreno del voto un capítulo espinoso dada la desconfianza imperante entre las partes y la grosera manipulación del proceso electoral que caracteriza al chavismo.
Aun más notable y preocupante es el hecho de que esta polémica sobrevive y hasta se profundiza en Estados Unidos, en teoría la democracia más consolidada y estable del planeta. Si bien la influencia de quienes dudaban de la transparencia del proceso electoral que consagró a Joe Biden hace poco más de dos años quedó opacada por el resultado de los últimos comicios (la enorme mayoría de los candidatos “negacionistas”, apoyados por Donald Trump, sufrió serias derrotas), la lentitud, la opacidad y la complejidad de los sistemas de votación siguen alimentando especulaciones que lesionan su legitimidad y erosionan su confianza. Es indudable que la sociedad norteamericana se debe a sí misma un debate franco, desapasionado y realista, que incluya la controversial cuestión del gerrymandering (el diseño de distritos electorales para asegurar la supremacía de alguno de los partidos).
A pesar de discusiones y cuestionamientos, el clima político en ese país cambió de manera rotunda en las últimas tres semanas. El haber retenido el control del Senado y alcanzado un resultado mejor al esperado en la Cámara de Representantes le dio una nueva vida al presidente Biden, que era objeto de innumerables especulaciones por la fragilidad de su liderazgo y su estado de salud. Es cierto que los republicanos controlarán la Cámara de Representantes y amenazan con investigaciones que pueden generar muchísimas polémicas, como por ejemplo respecto del destino final de parte del financiamiento y las armas para Ucrania. Tampoco debe minimizarse el impacto social y en la opinión pública que tendrá la recesión en la que cae la economía, cuya profundidad aún se desconoce.
Antes de los comicios del último 8 del noviembre muchos argumentaban que Biden sufriría serios desafíos si pretendía buscar su reelección: potenciales presidenciables como el gobernador de California, Gavin Newsom, se disponían a enfrentarlo en la elección interna (contested primary en la jerga local). Sin embargo, en los últimos días Newsom desmintió esa hipótesis y Biden tiene por ahora el camino despejado para una nueva nominación de cara a las presidenciales de 2024.
En contraste, Trump quedó muy debilitado. No solo por el pobre desempeño de muchos de los candidatos que respaldó, sino fundamentalmente por el hecho de que en el GOP aparecen alternativas que lucen, si no del todo superadoras, con mayor competitividad potencial que el desgastado presidente número 45 (que no se priva de acumular controversias casi a diario). Uno de ellos es Ron DeSantis, reelecto gobernador de Florida que está recibiendo el apoyo de importantes donantes, entre ellos Elon Musk. Lejos de las posturas moderadas de buena parte del viejo establishment partidario, identificado con liderazgos como el de la familia Bush y los sucesivos candidatos presidenciales republicanos, John McCain (2008) y Mitt Romney (2012), DeSantis tiene posturas conservadoras y generó un estilo fuerte y personalizado. “Un Trump con cerebro”, define con sarcasmo un influyente estratega republicano. Tampoco debe descartarse el potencial de Nikki Haley, exembajadora de Trump ante la ONU y gobernadora de Carolina del Sur, otra trumpista que ha dejado trascender sus intenciones de participar de las próximas primarias. Mujer y de origen indio, Haley podría recuperar parte del voto que les fue esquivo a los republicanos en los últimos comicios: mujeres educadas, de ingresos medios, que habitan en los populosos suburbios.
El camino hacia las elecciones de 2024 se presenta incierto y será apasionante, pero el cambio que los últimos comicios facilitó en el debate político norteamericano fue tan impresionante como imprevisible.