Las enfermedades cerebrales se perfilan como la gran pandemia del futuro
PARÍS
Elon Musk es un hiperactivo compulsivo que un día puede crear la primera marca exitosa de vehículos eléctricos, al día siguiente lanzar una constelación de microsatélites de comunicaciones, organizar un nuevo mecanismo internacional de transacciones financieras (Paypal) o imaginar un tren supersónico (Hyperloop). Una semana después, es capaz de preparar un ambicioso proyecto de colonización lunar –escala previa a una misión a Marte– y luego descender a nivel terrenal para ensuciarse las manos regulando en forma caprichosa los 238 millones de cuentas de Twitter, la exitosa red social que había comprado pocas semanas antes por 44.000 millones de dólares. Mientras hace todo eso, ese malabarista iluminado maneja otras decenas de proyectos capaces de cambiar el perfil de la humanidad.
En la mejor tradición del mecenazgo científico que practicaban los nobles durante la Edad Media y el Renacimiento, y los magnates industriales a fines del siglo XIX y principios del XX, Musk jamás se desalentó por los numerosos fracasos que sufrió a lo largo de su historia. Después de cada desilusión, redobla su empeño, modifica su plantel técnico y multiplica el volumen de las inversiones.
Ahora, después de años de experimentación, su empresa Neuralink anunció que está a punto de implantar en un cerebro humano un dispositivo electrónico –de 15 a 20 milímetros de diámetro– que permitirá “manejar una computadora con el pensamiento”. Su aventura biotecnológica no surge de una inspiración repentina: su equipo científico trabaja desde 2016 en la concepción de una interfaz cerebro-máquina que permitirá “establecer una simbiosis entre el cerebro humano y la inteligencia artificial”. Para ese escéptico notorio que considera la inteligencia artificial “más peligrosa que las armas nucleares”, su invento será la única forma de “no dejarse superar en el futuro por las máquinas”. Después de siete años de avances y retrocesos, su empresa solo espera la autorización de la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos) para insertar en el cerebro un microprocesador miniaturizado, conocido con el nombre de código N1. Para estimular las zonas neuronales, el implante se conecta a una red de 3072 electrodos y 96 cables más finos que un cabello, que se injertan entre la corteza y el cuero cabelludo, según Matthew MacDougall, exjefe del equipo de neurocirujanos de Neuralink.
MacDougall obtuvo avances considerables con sus implantes en ratas de laboratorio, experiencias que provocaron varias muertes entre sus cobayos y desencadenaron las críticas feroces de militantes animalistas. Pero no es el único científico que busca estimular el cerebro con dispositivos electrónicos que lograron incluso devolver el movimiento a personas paralizadas o víctimas de desórdenes neurológicos. Desde 2013 existen implantes que permiten a pacientes tetrapléjicos controlar mentalmente las prótesis que reemplazan sus miembros. La Universidad Brown trabaja desde hace 20 años en el desarrollo de su proyecto BrainGate. En 2006 realizó una experiencia piloto con una persona paralizada por una lesión de la médula espinal que en cuatro días aprendió a jugar ping pong por computadora, utilizando solo su cerebro para desplazar el cursor del videojuego. Numerosas start-ups como NextMind o firmas multinacionales –como Facebook, Kernel o CTRL-labs, sostenidas por Amazon y Google– lanzaron ambiciosas investigaciones con la esperanza de devolverles la palabra y restablecer la movilidad de personas paralizadas.
Esas experiencias permitieron acelerar el tratamiento de desórdenes neurológicos y motrices que afectan a sectores cada vez más extensos de la población. Cada año se registran 16 millones de accidentes cerebrovasculares (ACV) en el mundo, que provocan 5,7 millones de decesos y dejan a numerosas personas con graves secuelas. En el mismo período se observan 10 millones de nuevos casos de Parkinson y más de 55 millones de personas son afectadas por la enfermedad de Alzheimer, verdadera pandemia que amenaza con alcanzar a 78 millones en 2030 y a 139 millones en 2050, según proyecciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Desde el punto de vista humano y financiero el problema es mucho más importante de lo que parece a simple vista. Los trastornos de salud mental afectan a unos 970 millones de personas (13% de la población mundial), según el proyecto Global Burden of Disease, que estudia el peso de las enfermedades, y evalúa las tasas de mortalidad y discapacidad provocadas por las principales patologías, lesiones y factores de riesgo. Su prevalencia aumentó en 48% desde 1990 como consecuencia de la explosión demográfica, el aumento de la esperanza de vida y los avances de la medicina.
Para enfrentar esa amenaza, los científicos exploran objetivos más ambiciosos y avanzan por diversas vías a través de esa jungla neuronal que, pese a todos los progresos, sigue siendo un continente casi inexplorado. La neurología se encuentra actualmente en un nivel que es, al mismo tiempo, bastante desarrollado y también considerablemente primitivo. “El cerebro es tan complejo que la investigación científica parece tener décadas de atraso en comparación con el grado de comprensión alcanzado sobre otros órganos”, reconoce Margareta Griesz-Brisson, del Instituto de Neurología de Londres.
Los investigadores fundan ahora grandes esperanzas en las posibilidades de la neuroinmunología, orientada a las células inmunitarias del cerebro; la terapia génica, capaz de reemplazar genes dañados; la neuromodulación y las medicinas de precisión basadas en vías genéticas o moleculares. La edición de genes, los trasplantes de células madre y las terapias de ARN también abren perspectivas novedosas, como el renovado interés por los psicodélicos y las posibilidades que insinúan los estudios sobre drogas recreativas que intentan obtener información y enfoques terapéuticos a partir de su poder manifiestamente alterador de la mente. La psiquiatría está experimentando un replanteamiento, procurando mejorar la clasificación y el diagnóstico de enfermedades mediante vínculos más estrechos con la neurobiología. Los grandes inversores, las empresas de biotecnología y las big pharma han mostrado recientemente un renovado interés por la neurociencia y la danza de la fortuna que se percibe en el horizonte.
Esa tendencia fue confirmada por AskBio, filial del grupo Bayer, que acaba de comprar la start-up BrainVectis, creada en Francia por Nathalie Cartier, especializada en el estudio de enfermedades neurodegenerativas y autora de un novedoso procedimiento sobre la enfermedad de Huntington, que consiste en “introducir una partícula específica del gen en las células enfermas a fin de restablecer el metabolismo normal del colesterol cerebral para frenar el avance de la patología”, según explicó en la Semana del Cerebro, descentralizada en marzo pasado en 120 ciudades de Francia.
Detrás de esa “carrera cerebral” –término inspirado en la “carrera espacial”– están en juego enormes intereses científicos, comerciales y políticos, tributarios del desarrollo del conocimiento, que es –en definitiva– la principal fuente de poder. En la última década, agencias gubernamentales y laboratorios privados de Estados Unidos, Europa, China, Rusia y Japón invirtieron 30.000 millones de dólares para financiar la investigación más importante emprendida en la historia de la medicina a fin descifrar los enigmas que propone la maquinaria orgánica más compleja y sofisticada de la creación.ß
Especialista en inteligencia económica y periodista