Las maestras que quedan en la memoria para siempre
Hace unos años se popularizó una expresión: "¿Qué le sirvo, maestro?"; “¿Me dice la hora, maestro?” o “¿Cómo anda, maestro?” Siempre conjugado en una respetuosa segunda persona del singular (y masculina: jamás escuché que le dijeran “maestra” a una mujer en un bar o en la calle). A esas frases, sin que me sintiera verdaderamente un maestro de nada, respondía: “Un cortado; las cinco y media; bien ¿y usted?”. Creer que las canas, o el poder o un cargo circunstancial en la función pública, nos pueden convertir en maestros es una equivocación. También se equivocan los que imaginan que, provistos de buena voluntad, podrían reemplazar a los que enseñan de la noche a la mañana. Son fantasías de las redes sociales usadas, como también se dice, para matar el tiempo o apoyar una u otra causa. La espuma de los días.
“No puedo imaginar a Daniel Link sino en relación con la enseñanza como acto de provocación y de discusión –dice Diego Bentivegna, poeta, investigador y docente formado en la Universidad de Buenos Aires-. En el fondo, él no transmite un melancólico amor por la literatura. Instala, en cambio, una urgencia por ella: su deseo. A Elvira Arnoux, en cambio, la veo como la profesora total: da clases en la universidad pero antes lo hizo en primaria y en secundaria. Lo que transmite es que enseñar es plantearse preguntas sobre una política de la lengua, la lectura, la enseñanza, y a escuchar críticamente la voz de la época.” Esa voz se oye en barrios periféricos, en escuelas, en fábricas, en los medios de transporte. Para Bentivegna, dar clase no es solamente considerar al otro que está frente a uno en el aula sino también hablar con “otro otro” que está ausente. “El ‘analfabeto por quien escribo’ del que hablaba César Vallejo –agrega el poeta-. Sólo en relación con él se debería pensar toda pedagogía.”
Mis maestras de primaria utilizaban circunstancias de la vida diaria para explicarnos qué eran las fracciones, los párrafos o la geografía rural. Nuestras anécdotas adornaban ejercicios de sintaxis o afinaban la comprensión de la historia, que no había empezado, como se podía creer (y de hecho muchas veces se cree), con nosotros.
Los maestros de disciplinas artísticas suelen quedar en la memoria para siempre. “Leí por primera vez a Borges en cuarto año del secundario con mi profesora de Literatura, Beatriz Luque –recuerda Cecilia Ferreiroa-. Todavía me acuerdo de la impresión de extrañeza que me causó ‘Las ruinas circulares’. Era muy interesante y a la vez diferente de otros textos que habíamos leído, algo que obligaba a pensar y que no era indulgente. La profesora tampoco lo era con nosotros. Esa lectura implicó entrar por primera vez a la literatura de manera adulta, disfrutando y discutiendo el texto. Enseñar a amar algo es una noble tarea, y a amarlo con un espíritu crítico aún más.” El amor por la literatura, como el amor por la ciencia o la matemática, puede encontrar en las aulas muchos candidatos. Ferreiroa publicó hace pocos meses su primer libro, un notable conjunto de cuentos titulado Señora Planta. ¿Se habrá enterado de la noticia la profesora Luque?
Franco Rivero, un poeta de Corrientes que vive y enseña en Resistencia, me cuenta una historia vinculada con la enseñanza. “La profesora de Introducción a la Filosofía nos contó un día que un ordenanza le preguntaba seguido: ‘¿Y, profe, ya encontraron al ser?’. Nosotros, mareados del inventario de filósofos y de las interminables preguntas acerca del ser con que nos apabullaba, nos reímos estruendosamente.” En ese momento, Rivero comenta que entendió dos cosas: “Una, ella sabía que la carcajada sorteaba la distancia siempre tan mal marcada entre lo académico y lo cotidiano; dos, había hecho algo hermoso: nos puso alegres, alegres para que nos fuese más fácil aprender”.
¿No sería mejor que el estado de sospecha y de calumnia contra los docentes fuera desplazado por lo que la memoria de cada uno de nosotros recupera una vez pasado el tiempo, tanto tiempo incluso como para que recibamos el mote de “maestro”? Me refiero a la alegría que la enseñanza conlleva, al diálogo con los otros (presentes y ausentes), a la firme tradición del espíritu crítico que los maestros argentinos nutren.