Las oligarquías políticas
Por Natalio R. Botana Para LA NACION
Oligarquía significa el control del gobierno en manos de unos pocos para su exclusivo provecho. Parecería que aún no hemos logrado suprimir enteramente ese estorbo, aunque el desarrollo de la democracia constitucional ha permitido arrancar el poder de aquel secular destino. Convengamos, sin embargo, en que hay naciones más propensas a incurrir en esos errores y que en ese lote desaliñado la Argentina ocupa un lugar destacado: las oligarquías políticas, en efecto, gozan de buena salud entre nosotros.
¿Por qué esta tendencia, que se reproduce en la figura de caudillos hegemónicos de provincias como Santiago del Estero, donde la herencia del poder recae en la señora cónyuge de un viejo patriarca, o que eclosiona en Tucumán, donde el desgobierno se filtra a través de un caos burocrático infestado de clientelismo?
Las oligarquías abrevan en la idea de que el poder es algo que puede ser poseído como una cosa que se puede manosear. Donde hay manipulación de las instituciones hay oligarquía: las instituciones, carentes de autoridad, son fachadas que ocultan una madeja de poderes (no sólo políticos) que abusan de los recursos ciudadanos. ¿A cuánto llega este desperdicio? No lo sabemos a ciencia cierta, aunque lo intuimos abundante. Esto también es parte del juego oligárquico.
Esta sucesión de escándalos tiene como telón de fondo la insuficiencia institucional de un régimen incapaz todavía de reaccionar. Desconcierta que, después de diecinueve años de práctica democrática, no hayamos aprendido todavía esta lección. ¿Dónde encontrar un programa de reconstrucción? Por ahora sólo se oyen voces con apoyo minoritario debido a una aguda dispersión de preferencias.
Mientras tanto es preciso gobernar, pese al herrumbroso estado en que se encuentran los resortes del gobierno. En Tucumán, y en general en todas las provincias, podrían haberse aplicado métodos de control federal del gasto, como ya se están llevando a cabo en Brasil. Se prefirió, en cambio, una intervención disfrazada con espectacularidad mediática que no resuelve el problema de fondo.
Algo semejante ocurre con el papel que, con relación al derecho de propiedad, le compete a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El Gobierno pretende que los jueces de la Corte no retrotraigan la situación de los ahorristas al momento anterior a la pesificación compulsiva de los depósitos. ¿Se olvida acaso que estos desaguisados los cometieron conjuntamente el Poder Ejecutivo y el Congreso? Si ahora se admite que una redolarización podría sepultarnos en el abismo de otra hiperinflación con repudio a la moneda y colapso de los bancos, ¿por qué el Congreso y el Poder Ejecutivo siguen practicando desvíos y achacando a otros la responsabilidad por sus propios actos?
Un escenario análogo plantea la sucesión presidencial. Según las últimas leyes adoptadas, deberíamos votar el 27 de abril y el 18 de mayo, mediando sólo una semana entre una posible segunda vuelta electoral y la asunción del nuevo presidente. Ante tanto tinglado institucional mal hecho, los politicólogos y juristas se preguntan si estas normas tienen algún viso de constitucionalidad, y los legisladores tratan de demostrar que, con algunas modificaciones a la Ley de Acefalía (haciendo provisional el gobierno de mayo a diciembre y ampliando así el período presidencial a cuatro años y medio), la República podría al fin encarrilarse.
Daños institucionales
Lo más lamentable es haber llegado a este punto de incertidumbre debido a que la regla de la sucesión presidencial fue utilizada para descomprimir una dramática circunstancia de coyuntura. Los hechos posteriores podrían ratificar la razonabilidad de este plan táctico para salir del pantano, pero no podrá cauterizarse con tanta facilidad el daño infligido a la regla de oro de la sucesión presidencial.
En realidad, se trata de un conjunto de daños institucionales acumulados a partir de 1989, cuando el presidente Raúl Alfonsín no pudo concluir su mandato. A este traspié deben sumarse las renuncias anticipadas de Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá, y ahora la de Eduardo Duhalde. Sólo Carlos Menem pudo concluir sus mandatos de acuerdo con lo establecido por los preceptos constitucionales (modificados en 1994 a su entero interés reeleccionista), lo cual podría advertirnos que, a falta de hegemonía, el régimen presidencial se desarticula. Es una hipótesis que deja un regusto amargo, adecuada al subdesarrollo político y poco congruente con una república madura.
Parece de Perogrullo afirmar que este retrato desfigurado de una democracia constitucional lealmente practicada reclama un cambio de rumbo. No obstante, la cuestión consiste en saber si ese cambio podrá encauzarse según un temperamento reformista y gradualista o si, de lo contrario, sobrevendrá porque el impulso ciego de la crisis, unido a la incompetencia para pactar consensos, proseguirá derribando gobiernos.
Estas resoluciones vitales, vinculadas al orden público, al sistema financiero nacional e internacional y al régimen fiscal del sector público nacional y de las provincias, no deberían mantenerse en suspenso, como si la elección de un próximo gobierno pudiese por sí misma resolver unos temas que requieren acuerdos de fondo en el Congreso. Hay que aceptar el hecho de que la división de los partidos ha fragmentado el poder político de la República. Si queremos una democracia mejor y duradera, es preciso afirmar que esos fragmentos sólo pueden unirse merced al arte de formar coaliciones de gobierno.
Sin esa forja no habrá gobernabilidad y las oligarquías locales y nacionales seguirán haciendo su faena. ¿Es tan difícil atender a las lecciones de la experiencia comparada en esta materia? ¿O es que la Argentina, huérfana esta vez de hegemonía y de líderes fuertes, seguirá buscando una solución mágica para calmar sus tribulaciones?
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