Los nuevos cuentos de la escritora argentina más premiada
Desde su primer libro, El núcleo del disturbio, que obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, Samanta Schweblin no ha dejado de acumularlos:
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Se dice, en broma, que de seguir acumulando premios va a necesitar una habitación especial donde ponerlos, algo así como un museo personal, como tienen algunos deportistas en sus casas. Y es que desde su primer libro, El núcleo del disturbio, que obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes y fue publicado en 2001, Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) no ha dejado de acumularlos: el Nacional Haroldo Conti, el Casa de las Américas, el Juan Rulfo y a principios de este año el Ribera del Duero. Si un certamen puede estar arreglado de antemano y otro fallarse de acuerdo a malentendidos, si ninguno asegura por sí mismo la singularidad de una escritura o el talento de un autor, lo cierto es que cinco para un total de cuatro libros tiene que estar diciendo algo. Lo que hay que intentar descifrar es qué exactamente.
Luego de los cuentos de El núcleo del disturbio (que contenía "Matar a un perro", a esta altura un número fijo de las antologías) hubo que esperar casi ocho años para la aparición de Pájaros en la boca, su segundo libros de relatos: Schweblin se formó en talleres literarios donde abrazó la certeza de que escribir es corregir, y lo hace minuciosamente. No suele participar de tertulias ni de grupos literarios. Es, si se quiere, la última escritora clásica del siglo XX. Hasta el año pasado, cuando publicó la nouvelle Distancia de rescate, podía ser considerada la única cuentista pura de la literatura argentina contemporánea (y de alguna forma lo sigue siendo: Distancia de rescate es más un relato largo que una novela). Tan alejada se mantiene de las mareas de simpatías y rencores que bañan las orillas del ambiente literario que hace algunos años aprovechó una de las tantas becas de escritura que le ofrecieron y se instaló en Berlín. Todavía vive allí.
Meses atrás llegó desde Europa una noticia doble: que Schweblin había vuelto a escribir cuentos y que con ellos, cómo no, había ganado el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, dotado con 50 mil euros. Ese libro, llamado Siete casas vacías, acaba de ser editado por Páginas de Espuma, está compuesto por textos breves (todos escritos en primera persona) y un relato largo (el único en tercera) y contiene novedades. La más sorprendente: Schweblin deja atrás el terreno del fantástico cotidiano, en el que se movía en libros anteriores (lo que incitaba las habituales comparaciones con autores como Julio Cortázar) y se desliza hacia un realismo atravesado por lo absurdo cotidiano. Si en sus textos previos la fantasía, aunque siniestra, dejaba lugar a un espacio de oxigenación generalmente de la mano del sentido del humor, acá apenas hay atisbos paródicos (como en "Mis padres y mis hijos") y lo cotidiano es siempre asfixiante. El parentesco más evidente ya no es con Cortázar sino con parte de la literatura estadounidense contemporánea, la de autores como Stephen Dixon o Amy Hempel.
En su último libro, Schweblin deja atrás el terreno del fantástico cotidiano y se desliza hacia un realismo atravesado por lo absurdo cotidiano
En Siete casas vacías no hay historias cerradas o circulares, esas esferas perfectas del cuento tradicional, sino escenas y vidas fragmentadas, una narrativa más actual que da cuenta de las esquirlas de la vejez, de cuerpos desnudos y grotescos, de familias destrozadas, de la enfermedad y la ausencia. Schweblin sigue manejándose con destreza a pesar de abrevar en una nueva vertiente imaginativa: "Salir" y "Mis padres y mis hijos" son cuentos ajustados, mínimos y conmovedores. La extensión, sin embargo (unas cincuenta carillas), atenta contra el efecto de "La respiración cavernaria". Probablemente el mejor texto del libro sea "Un hombre sin suerte", inquietante relato sobre la excursión a un centro comercial de una niña de ocho años y un misterioso hombre adulto, de resonancias salingerianas, y que si bien no fue presentado al certamen de Ribera del Duero se incluyó, en una decisión afortunada, en este volumen.
Hay, también, algunos tropiezos gramaticales y problemas poco comunes en los trabajos anteriores de Schweblin, que pueden ser atribuidos tanto a su larga estadía en Europa como a descuidos (por desgracia no tan infrecuentes) de los editores: reiteraciones de palabras, rimas involuntarias, ambientes ajenos y poco verosímiles y palabras de un castizo que llamará la atención de los lectores argentinos atentos: los personajes beben limonadas en jardines traseros, e incluso abren heladeras para sacar "un refresco". Schweblin nunca mostró intenciones de anclar su literatura en un territorio geográfico o en un contexto histórico determinado, otra veta de su clasicismo, que contribuye a cimentar su carácter universal y favorece sus no pocas traducciones a otras lenguas. ¿Esta prosa en apariencia más despojada y sencilla evidencia la decisión de borrar marcas lexicales y huellas de localismos en busca de favorecer la atención de un lector extranjero? No es algo que pueda afirmarse sin más. Más atinado sería asegurar que los cuentos de Siete casas vacías muestran la madurez y la voluntad de una autora que abandonó fórmulas seguras y se animó a territorios inexplorados. Los golpes y los raspones son el precio que todo crecimiento suele exigir.






