Los odios del profeta, dos vertientes de un debate francés
Los movimientos de liberación nacional del mundo árabe buscaron modernizar sus países gracias a las rentas obtenidas por sus recursos naturales, y en especial el petróleo. Una fecha emblemática de este proceso sería el 26 de julio de 1956, cuando uno de los principales líderes de Bandung, el general egipcio Gamal Nasser, anunció la nacionalización del Canal de Suez. A partir de ese momento, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos iniciaron una campaña contra estos regímenes laicos financiando, e incluso armando, a muchas organizaciones fundamentalistas contrarias a esa modernización.
Con el fin de la Guerra Fría, los herederos de estos grupos se convirtieron en el enemigo que cualquier democracia occidental adoraría tener. Ni Ian Fleming hubiese podido imaginar unos malvados tan abyectos como los talibanes afganos, los jihadistas de Estado Islámico o los nigerianos de Boko Haram: oscurantistas, misóginos, amigos de la lapidación, el degüello y el exhibicionismo informático. Ante la insoportable crueldad de estas imágenes, más de un tenaz antiimperialista se olvidó de los jugosos negocios de las compañías petroleras o armamentistas y justificó las torturas en los centros clandestinos de detención o los bombardeos más letales, aunque menos mediatizados, que cualquier ataque con Kalashnikov.
Masacres como las cometidas la semana pasada en París sirven precisamente de pretexto para legitimar las intervenciones occidentales en Irak o Mali, en las cuales está involucrado el gobierno de François Hollande y Manuel Valls. Pero estas matanzas tienen también un impacto en el propio debate nacional en torno al multiculturalismo. Y aunque una cosa así resulte difícil de entender -felizmente- desde la perspectiva argentina, ese debate está dominado por dos sectores islamofóbicos de la extrema derecha francesa.
Sigue teniendo vigencia, por un lado, aquel discurso de los antidreyfusianos Maurice Barrès y Charles Maurras, que defendía la idea de una homogeneidad lingüística y cultural de la nación. Una sola diferencia existe entre los antiguos nacionalistas y los actuales: para los primeros, la amenaza provenía, sobre todo, del judío; para los segundos, del musulmán. Ironía de la historia, uno de los principales representantes de esta posición es hoy un periodista judío nacido en Argelia, Eric Zemmour. Mientras reivindica el régimen de Vichy (nada menos), este periodista propone expulsar a cinco millones de musulmanes. En 2014 Zemmour vendió unos 400.000 ejemplares de su libro El suicidio francés gracias a una combinación de islamofobia, homofobia y antifeminismo.
A la cabeza de las intenciones de voto para las presidenciales de 2017 se encuentra, por otro lado, Marine Le Pen, para quien los musulmanes representan una amenaza para la tradición laica francesa. La actual presidenta del Frente Nacional se alejó del pensamiento -si me disculpan la hipérbole- de su padre, Jean-Marie, para adoptar la línea de la extrema derecha holandesa. Tras las huellas del asesinado Pim Fortuyn, Geert Wilders viene insistiendo en que la cultura musulmana resulta incompatible con el estilo de vida tolerante de Occidente. Y estos argumentos hicieron tanta mella en la población francesa que muchos militantes de la causa homosexual, por ejemplo, están inquietos por la masiva adhesión de gays y lesbianas al partido de Le Pen, deliberadamente ausente de las manifestaciones contra el matrimonio entre personas del mismo sexo. Varias feministas, empezando por la filósofa Elisabeth Badinter, piensan además que el Frente Nacional es el único partido que defiende verdaderamente el laicismo frente a la amenaza del islam.
Los tres o cuatro millones de franceses que marcharon el domingo pasado para decir que en esa república no hay espacio para el odio intercomunitario encendieron una luz de esperanza en el sombrío panorama de ese país. Resta saber qué piensan los otros cincuenta y siete que los vieron por televisión.
El autor, filósofo y ensayista, es profesor universitario en Francia. El mes próximo se editará en la Argentina su libro Las fuentes de la juventud (Eterna Cadencia)
Dardo Scavino