Manuscrito: cumpleaños con canteros
Quizá sea una ráfaga pesimista, pero se me ocurre poco que podamos rescatar para las próximas generaciones de los tiempos que vivimos, así como uno ve aún que en las películas recuerdan sus vidas “durante la guerra” como un paréntesis de libertad y reinvención a pesar del horror. Probablemente, uno de esos pocos cambios para mejor es la recuperación de las plazas para la vida social.
Como la última generación criada con –en el mejor de los casos– un proyector de Súper 8 con un compilado de éxitos de Disney a la hora de “organizar” un festejo, la idea de que un cumpleaños consista en una mesa de comida y bebida y la posibilidad de juego libre fue sorprendentemente sencilla de readoptar. “Sencillo” es, precisamente, el meollo de su virtud.
Por alguna razón, quienes vivimos como hijos al cumpleaños de disfraces, la visita a la pista de patinaje o la ida al Italpark como una invitación tan exótica como infrecuente, nos sentimos incómodos como padres al proponerles festejos como los que tuvimos ¿Por qué nos parecía poco? Padecí la fiesta de disfraces por timidez, pero la casita de Hansel y Gretel de galletita y habanitos, con sombreritos de papel crepe para los invitados, fue un highlight de mis primeros años.
En algún momento, la intención de hacer un cumpleaños a medida del cumpleañero o cumpleañera dejó paso a una búsqueda algo insensata de la novedad, la necesidad de un mayor despliegue que nos realce en nuestra abnegación, o por el contrario, el impulso desesperado ante la cercanía de la fecha nos hacía optar por la anodina solución all inclusive. Y acaso los chicos que cumplen en los últimos meses del año sufran en una mayor proporción el burnout de sus padres (siento otro Manuscrito tomando forma: ¡ya tengo el dataset en casa!)
Podemos decir que la pandemia, como la guerra en las anécdotas de nuestros abuelos, tenía otros planes. Tras varios meses de festejos por Zoom, cuyos resultados parecen haber oscilado entre “¡un plomazo!” y “¿qué le pasaba al animador que gritaba así?”, las plazas retiraron los candados y las cintas que preservaban los juegos infantiles con el celo de un forense ante la escena del delito y abrieron sus puertas a las hordas de familias desesperadas. Y no nos fuimos más.
Si uno tiene la suerte (o la desgracia) de vivir en barrios con muchos departamentos y pocas plazas, como es mi caso, el espacio verde es una verdadera extensión de la casa: no solo pueden avistarse tres o cuatro cumpleaños peleando por la sombra y los banquitos cual TEG. También pugnan por el pasto disponible las clases de yoga, guitarra, entrenamiento funcional, el club de lectura, los picnic de adultos y (mi favorito eterno) el tai chi.
Podemos afirmar que el romance de los adolescentes con las plazas parece haber durado lo necesario hasta que se abrieran opciones más apetecibles: el movimiento es la esencia de la libertad. Liberado de las juntadas, las plazas quedaron en manos de los más chicos, sus cuidadores y los mayores. Y es interesante observar también cómo ninguno se arroga la propiedad un espacio que no alcanza para que todos puedan hacer lo que desean en esos metros cuadrados de oxígeno.
Es para maravillarse cómo los chicos nunca chocan entre sí al aire libre del modo que lo hacen en sus casas, en la escuela o en la calle. La mancha, las hamacas, el misilazo de bombuchas, el invariable picadito y los neófitos de las ruedas (bicicleta, patines, skate, monopatín): todos hacen sus intrincadas revoluciones alrededor del tobogán (el astro solar de toda plaza) con la elegancia y economía de una coreografía de Busby Berkeley. La mirada de satisfacción compartida por los adultos, sentados en el cordón del cantero, levantando la vista del libro o sirviéndose un mate a intervalos misteriosamente regulares, es un aplauso, o una plegaria silenciosamente entregada al infinito.