Helena, en busca de su propia voz
Es una, y es muchos. Desde el escenario del Espacio Cultural El Sabato, el cuerpo de Mónica Maffía se pliega, se expande, se parte, se abre en múltiples presencias. Es H, la mujer de belleza arrasadora ("la más hermosa del mundo"), bendecida del amor que vio cómo la pasión llevada al acto desembocaba en una guerra catastrófica. Es Helena, la mujer ya mayor que, encerrada en una torre por su marido, Menelao, observa y por momentos se encarna en aquella que alguna vez fue. Pero es también la voz de su suegra, "la de allá", la de Troya, que alguna vez suplicó a Menelao -a gritos, con la ciudad ya vencida y los suyos diezmados- que degollara de una vez a ese demonio causante de desgracias. Y Maffía es Helena, cabeza gacha y rodillas en tierra, y es su marido, Menelao, mano que le atenaza el pelo y le hace sentir el frío del acero en el cuello. Y es otra vez Helena, cabeza alta, cuerpo ofrecido, vida preservada.
El unipersonal se llama Helena, la suma de todos los males, y, a través de textos de Patricia Suárez y la dirección de Mónica Viñao, convoca, en pleno centro porteño, los espectros de un mito antiguo, las resonancias de una lectura inacabable.
Enclaustrada en la torre donde la confinó Menelao, Helena vuelve sobre su vida y la transita a despecho de la linealidad temporal. De a ratos -instantes de metamorfosis: la actriz se encorva, vuelca la cabeza hacia adelante, deja que su larga cabellera toque el piso, que los brazos se crispen como ramas secas- asume la voz de ciertos oscuros ancianos de Esparta. Los ancianos debaten. Deciden qué fue lo que, realmente, hizo aquella joven mujer llamada H. Que no fue su culpa, que el troyano Paris y sus palabras, que Paris y la seducción y el fatídico rapto de la muchacha. Que ella no quiso, no pudo, no decidió. De infame arrebatada a víctima desvalida; merecedoras, ambas, de reclusión: "ceniza en los labios", silencio virtuoso, velos discretos.
Helena ríe. Con gesto de femme fatale, recrea los pasos de un encuentro donde, más que una seducida, hubo un seducido. Su lado del espejo. Ella, preciada joya del monarca de Esparta, trofeo recuperado por las armas, dice a quien quiera oírla que del amor lo sabe todo. Y se transfigura al recordar el sabor frutal de su amante Paris, "el principito de Troya". Desafiante, Helena celebra el poder del deseo de H. Destrozada, Helena oculta el rostro tras las manos, como si toda el agua del mundo no bastara para lavarlo, y ruega que de una buena vez algo la libere de la culpa. "Vida mía", dice, y es un segundo, el único segundo en la obra, en que no hay ni femme fatale, ni cinismo, ni odio o angustia. Helena susurra, una sola vez, "vida mía", y por un instante asistimos al diminuto hallazgo de la intimidad. Prodigios del teatro: dos palabras, un velo se corre, Helena y Paris asoman, el velo vuelve a cerrarse.
En Helena, la suma de todos los males, la intensidad de lo teatral existe a fuerza de desnudez. Una actriz, puro cuerpo y pura voz, en un escenario despojado de todo. De todo, salvo de alguna eventual melodía -puntapié para que Helena dance los pasos que alguna vez bailó H- y una iluminación que, sin estruendo, acompaña a la actriz y los juegos que a veces entabla con su propia sombra. Prodigios del teatro: en el núcleo de esa puesta en escena obligadamente austera, irrumpe Helena, "la regresada", la recuperada por fuerza y gracia del ímpetu de un ejército, del entrechocar de las espadas, de la astucia de un caballo -aquel caballo de madera- y del mazazo feroz que sepultó por los siglos de los siglos a toda una ciudad. Pero era el oro de Troya lo que Menelao y su hermano Agamenón en realidad querían, nos dice una Helena oscuramente hundida en la amargura. Hija de los dioses, la más hermosa del mundo, trofeo recuperado. Mera excusa para la rapiña. H, la mujer que fue todo lo que los otros quisieron que fuera, en esta obra se empecina en buscar algo de su propia voz.