Infinitas veces, a mi manera
Si bien sucedió hace algunos meses, al rememorarla, la escena se resignifica y cobra un nuevo sentido. Me faltaba una cuadra para llegar a la casa de la mítica serie Friends, montada en Palermo por Warner, con motivo del 25º aniversario de la sitcom de los seis amigos. Cuanto más me acercaba empecé a pensar que no podía ser cierto, que era una pesadilla y que alguien por favor me pellizcara para que me diera cuenta de que estaba despierta. Una fila que daba vuelta la manzana completa se había formado para ingresar. Pero ¿qué fue lo que me hizo fantasear por un instante con que esa interminable hilera no fuera para visitar Central Perk? La edad de sus integrantes: noventa por ciento de adolescentes que habían llegado tres horas antes de la apertura para celebrar un evento que se inició en 1994, cuando faltaban varios años todavía para que ellos nacieran, y tal vez ni habían nacido diez años después, cuando la afamada serie concluyó en 2004.
Cuando finalmente alcancé la puerta de entrada, en medio de esa multitud de púberes, había una mujer que vociferaba encaprichada: "¿Por qué ellos tienen derecho a entrar y yo no? Tengo 42 años y me banqué la espera de cada uno de los capítulos y temporadas comiéndome los codos de un año a otro. Ellos ni existían y encima ahora la ven cuando tienen ganas todas las veces que quieren". Me causaron mucha gracia su exabrupto, su enojo por la injusticia de lo que le sucedía y su insistencia de que la dejaran entrar aunque fuera un instante por más que ya no había cupo por el resto del día. Y también me causó una enorme ternura, porque la frustración era genuina y la ingenuidad del reclamo, aunque más propio de una adolescente que de una adulta, igualmente válido.
En definitiva, yo estaba en la misma situación. Si bien no me salió naturalmente el pataleo ante mi deseo frustrado, sentí verdadera empatía. Entendí claramente lo que le pasaba. Porque me encanta revivir aquellas experiencias que me dieron placer, que me generaron expectativa o que me trasladaron a mundos insondables de los que siempre quise participar o al menos deseé contemplar aunque fuera por un instante. Tengo necesidad de volver a experimentar la magia de lo que me hizo feliz y sé que por más que a lo que asisto son meras recreaciones de las versiones reales las disfruto tanto como si lo fueran o más. Vuelvo atrás en el tiempo y tengo la capacidad de evocar con fruición cada una de las emociones que me detonaron.
Para la recreación de esos momentos mágicos, recurro a las más diversas estrategias. Desde leer en inglés y en español la misma novela. Comprarme diferentes ediciones de los mismos libros: tapa blanda, tapa dura; con ilustraciones, pop-up, diferentes prólogos; versiones infantiles y para adultos; de viejo o nuevas. Ver en el cine una película y después reverla en la tele (Kill Bill, volúmenes I y II, marchan a la cabeza). Repetir episodios de series hasta el infinito y más allá (Seinfeld y Friends, por supuesto, se llevan el trofeo, seguidas por Six Feet Under y Mad Men, en especial el capítulo en el que Don Draper y Peggy Olson bailan "A mi manera"). Rebobinar escenas hasta que me sé los parlamentos de memoria y después flagelar al prójimo recreándolos (desde Esperando la carroza hasta la reciente Years and Years).
Otra modalidad que implemento, bastante más onerosa que las anteriores, son los recorridos. Tour de Harry Potter en Londres por los escenarios de las películas y los libros que concluyó con la visita a una tienda temática donde entre varitas, libros, golosinas, remeras y buzos gasté desenfrenadamente una centena de libras. Con más sosiego, recorrí guiada por La Barcelona del viento el derrotero de los personajes de La sombra del viento, y así descubrí una ciudad desconocida y logré que cobraran vida para mí cada uno de sus protagonistas y su Cementerio de los Libros Olvidados. Tengo pendiente, Bloomsday, algún 16 de junio del futuro en Dublín (primero tengo que leer el Ulises: ya lo voy a lograr; es solo un detalle).
Quizá el objeto que mejor resume todas mis estrategias de recreación es mi más preciado libro, el primero que leí en mi vida: Mujercitas. Me costó mucho convencer a mi mamá de que me lo comprara, porque como yo recién estaba aprendiendo a leer apostaba a que no lo iba ni a abrir. Cuando finalmente lo logré, tardé casi un año en terminarlo. Y hasta el día de hoy ese ejemplar original, más dos copias exactas, más una versión en inglés que nunca devolví a la biblioteca del colegio de mi infancia se complementan con las distintas versiones de las películas. Y la magia sigue intacta a pesar del paso de los años. Tanto que la espera de la remake que se estrenará dentro de pocos días me provoca la misma ilusión que sentí con ese libro a los seis años. Porque sé que me va a volver a dar felicidad.