La técnica perfecta para zambullirse
Cerrá los ojos y pensá. ¿Cuál fue el último verano de tu infancia? Justo antes de que empezaran las primeras preocupaciones de las que los adultos ni iban a reírse ni iban a tratar con condescendencia. ¿Cuándo fue el último verano en el que el calor no se llamaba calor, los días duraban para siempre y, antes de que llegara la tormenta, podías sentir el olor a tierra mojada?
Hace poco, cuando tuve, gracias a personas que me quieren bien, un poco de solaz, reflexionaba, indolente junto a una piscina, sobre los veranos de la niñez. Eran recuerdos archivados en un cajón remoto, allá arriba en la alacena, pero volvieron en un destello celeste con olor a baldosas calcinadas, a lavandas y a chapuzones estrepitosos. Con energía inverosímil, los hermanos, los primos, los amigos, todos los chicos nos adueñábamos de la meteorología y convertíamos el bochorno en reírnos y volver a hacer bomba, una y otra vez, en la pile. Podía ser una de esas olímpicamente olímpicas de los grandes clubes. Podía ser la de lona en el patio. O un arroyito manso. ¿A quién le importaba? Éramos el agua, el sol y nosotros, hasta la merienda, que devorábamos sin pensar para volver al agua hasta el ocaso. Cada tanto, cuando, inexorablemente, una tormenta descerrajaba sus truenos, hacía caso omiso de las advertencias y me escabullía a la azotea para contemplar fascinado los artificios de la forja de los cumulonimbos como yunques colosales. No me ha pegado cerca un rayo porque Dios es grande, se los aseguro.
En alguno de esos veranos -es cuestión de tiempo- te animás a meterte a la pileta cuando el sol ya se ha escondido, y de eso no vas a olvidarte nunca más. Me imagino que es una bisagra para la mente infantil, ¿porque a quién se le ocurre meterse al agua sin sol? ¿Dónde se han ido los monstruos que se agazapaban en la noche? Ah, cierto, eso era cuando éramos todavía más chicos.
En una época tuvimos una pileta de lona en la terraza y una de mis actividades favoritas era la de arrojarme de cabeza al agua desde el techo del tallercito de mi abuelo. Debía calcular con el esmero del gran siracusano, porque no tenía a mi disposición mucho más de 60 centímetros de profundidad. En ocasiones me raspaba el mentón con el fondo, y mi madre, que no tenía idea de mis imprudentes sumersiones, me revisaba intrigada. "Cómo te habrás hecho esto vos", rezongaba, sabedora de que ahí había gato encerrado.
Un verano me enamoré por primera vez, aunque todavía no sabía cómo se llamaba lo que me pasaba. Tendría nueve años y, en uno de esos clubes con piletas como mares y mucha gente con lonas y canastitas de picnic, conocí a una niña rubia cuyo rostro se me ha borrado hace décadas. No así el desvelo por si volvería a verla al día siguiente y la felicidad inmaculada cuando nos encontrábamos sin citarnos, me saludaba sin disimulo y me ofrecía su sonrisa solar; una vez caminamos de la mano un rato largo en silencio.
Aquella piscina tenía un sector con siete metros de profundidad donde, a hurtadillas, jugaba a ser buzo, luego de haber leído El mundo silencioso, de Jacques Cousteau. En no menos de dos ocasiones me encontré cara a cara con un guardavidas perplejo que me andaba buscando por lo hondo. Es que podía aguantar la respiración como dos minutos enteros. Eso fue antes de fumar y de tratar de dejar de fumar, y de por fin ganarle al maldito cigarrillo. No fumen, se los digo en serio.
En los veranos de nuestra infancia se encierra un secreto que luego, de adultos, nos cuesta una enormidad desentrañar. Ahora era ahora. El calor estaba bueno porque nos precipitábamos al agua fresca. El viento norte nos secaba rápido para volver a chapotear. Nada nos preocupaba. Salvo la niña rubia. En cambio, hoy, de grandes, tenemos la cabeza repleta de afanes e inquietudes. Y eso que nada ha cambiado demasiado y lo único que podemos de verdad controlar, igual que cuando éramos chicos, es la técnica perfecta para arrojarnos a la pileta.