Las percepciones del mundo
Contengo la respiración, pero es en vano; me resulta imposible hacerme la idea de cómo sería estar en su lugar.
De niña, Elena sabía de memoria la sucesión de acciones que debía realizar cuando el micro escolar pasaba por una zona determinada: cerrar las ventanillas, presionar con dos dedos las fosas nasales y decir "buuu". Había que hacerlo y punto, como tantas otras cosas que se imitaban sin cuestionar.
Durante un tiempo creyó que su hermana era adivina. Es que cada vez que llegaban al mediodía a su casa, ya desde las escaleras que las llevaba al cuarto piso, podía anticipar que almorzarían guiso de lentejas o pescado. Sin dudas, debía tratarse de un poder esotérico, algo que la fascinaba a la vez que la desafiaba a entender. Vencida y colmada de curiosidad, llegó el día en que le rogó que revelara su truco. Pero la explicación la desconcertó todavía más: "Lo huelo". No tenía la más remota noción de qué se trataba eso. Por más que le explicaron, que le dijeron que era como degustar, aunque con la nariz en lugar de con la boca, no entendió. Hasta le acercaron una botella de amoníaco y aspiró fuerte como para el desmayo, pero no sintió más que un leve cosquilleo.
Elena no percibía el mundo como la mayoría y nadie se había dado cuenta hasta entonces.
Los médicos le diagnosticaron que carecía de olfato. Anosmia se llama este trastorno y es más común de lo que habitualmente se sabe. A veces se produce tras un incidente y otras es congénito. Lo de Elena es de nacimiento. Nunca, en toda su vida, olió.
Mientras me habla, me lleno internamente de aromas. La piel de un bebé, los jazmines, la nafta, el chocolate con menta, el orín de gato, el tapizado de un auto a estrenar, la masa cruda, un bizcochuelo recién horneado, el sudor, el fósforo cuando se apaga, los repollitos de Bruselas en hervor, la tierra mojada después de la lluvia, mi almohada.
¿Las fragancias existen más allá de quien las huela?, me cuestiono y no tengo cómo responderme. Sigo escuchando.
Era imposible desarrollar el olfato que no tenía y, al fin y al cabo, afirma con seguridad que andar por la vida sin percibir aromas no es tan grave. Los peligros de que pase inadvertido si algo se está quemando o si hay una pérdida de gas los resolvió instalando detectores en su casa. El terror de ir por ahí oliendo mal lo controla con las narices prestadas de quienes la rodean: su marido y sus amigos cercanos saben que pueden -¡y deben!- avisarle si es momento de reforzar el desodorante o si tiene mal aliento.
Aprendió a construir una idea propia para reemplazar la carencia. Cuando alguien menciona cómo huele algo, ella presta minuciosa atención a las palabras, a las expresiones, recurre a algunos sabores que conoce, completa un pensamiento sobre ese olor y archiva la información. Diseña, desde hace más de 50 años, una biblioteca de representaciones de fragancias que jamás tendrá oportunidad de cotejar con la realidad.
Elena lo narra con naturalidad, sin ningún pesar, como si no fuera un tema demasiado significativo. Sin embargo, al final admite que hay algo, una sola cosa, por la que lamenta su condición: no saber cómo es eso de evocar un recuerdo a partir de un perfume.
Apenas ella lo dice, regresa mi niñez de pronto como en una ráfaga olfativa: la naftalina al apoyar la cabeza sobre el regazo de mi abuela, la pileta durante los veranos en la quinta, el Sapolan Ferrini en la playa, la plastilina, el suavizante del inmaculado guardapolvo, el vinagre matapiojos, el caramelo del flan, el jarabe para la tos, el intenso Opium del cuello de mamá.
Vuelvo al presente. Me doy cuenta de que conocía tan poco a Elena hasta hoy... ¿Cuántas personas que nos rodean tendrán un vínculo sensorial con el mundo diferente al nuestro y ni nos enteramos? Me pregunto si nos faltará un sexto sentido para percibirlo.