¿Me estás hablando a mí?
Dentro de unos días -el próximo sábado- se cumplen 44 años del estreno de la películaTaxi Driver, en la que, con la dirección de Martin Scorsese, Robert De Niro interpreta el personaje que inmortalizó la desafiante frase "are you talking to me?" (¿me estás hablando a mí?), en una escena que, aunque pasan las décadas, no envejece.
Lo único que se mueve ahí dentro, además de él, es su imagen en los espejos de las paredes del cuarto. Lo único que se escucha, aparte de su voz, es el barullo de la calle, que se cuela por la ventana. Travis está solo. Sin embargo, él realmente ve a su presa en la habitación; la oye, la provoca, alimenta el vínculo. Es parte del plan que está perfeccionando. Travis se entrena y aceita la máquina de matar que está construyendo.
Lleva el cuerpo ataviado con armas imperceptibles: un revólver encastrado en la cintura del jean, dos más apretados a cada costilla bajo la camisa y otro escondido en la manga de la campera, montado sobre en un riel que fabricó él mismo. Además, tiene un cuchillo en la pantorrilla, disimulado por el pantalón.
Se posiciona firme frente a la nada, ante ese lugar donde está el enemigo imaginario. En el primer intento, permanece en silencio. Lo excita lo que está por hacer y no consigue fingir serenidad. Escruta al adversario, sonríe como si bajara la guardia para incitar un ataque que no deja ser, porque entonces estira el brazo con un golpe seco, logra que el arma ruede a lo largo del mecanismo y llegue a su mano. "Soy más rápido", se jacta con soberbia e insultos.
Pero Travis no está satisfecho y empieza otra vez. Ceba sus ganas. Ensaya reacciones hasta entrar en calor. Cuando es evidente que ganó confianza y se siente fuerte, arremete desde el comienzo. El revólver escondido en la manga de la chaqueta, la postura floja, pero las piernas separadas y enraizadas. Indestructible. Ahora está enojado. Pero, principalmente, decidido. "¿Me estás hablando a mí?", pregunta, pedante, hacia el espejo en el que se refleja, pero él ve a otro. Vuelve a preguntar, esta vez más enérgico. Da cuenta de que obtiene una respuesta que no lo conforma. "Y entonces, ¿a quién demonios le hablás?, acá no hay nadie más que yo...". Los músculos de la cara se expanden y arquean las cejas; los labios están contraídos; la lengua, dura; el mentón enfoca hacia arriba. La modulación minuciosa suena irritante. Repite la frase y en cada pregunta hay una carga de violencia más pesada, y en cada evasiva tácita del contrincante Travis se enciende más, ya siente furia y la goza. Disfruta de ese estallido interno, lo alivia soltar el impulso hostil.
Travis está solo en su pequeña y desordenada habitación. Está tan solo como en sus noches insomnes, al volante del taxi amarillo. Como cuando mira por la ventanilla esa Nueva York inmunda, llena de pordioseros, de suciedad y prostitutas; como cuando baja la mirada del espejo retrovisor para pasar inadvertido ante los espectáculos miserables del asiento trasero.
El conductor solitario, en la intimidad de un cuarto, entrena la brutal violencia para el día en que decidirá finalmente dejar de ser invisible.
De esta escena me acuerdo cuando veo El irlandés, la última película que De Niro protagonizó dirigido por Martin Scorsese, una producción millonaria que requirió una sofisticada tecnología para lograr que el actor, de 76 años, luciera mucho más joven y algo más viejo, según el momento de la historia narrada.
Pero el Frank treintañero de El irlandés y el Travis de Taxi Driver sin dudas no son coetáneos. Es que hay algo de la juventud -como una llama, quizá- que no se maquilla, que no se logra con efectos especiales ni programas de alta gama, que ni siquiera es plausible de ser actuado por el más consagrado de los artistas. Y celebro que quede algo -como una llama- reservado exclusivamente a la realidad de la vida misma.