Nuestra Señora entre las fieras
Estuve en París dos veces. La primera, en septiembre de 1999. Me había quedado varado en Atenas (mi despiste es legendario, aunque no falto de encanto), y luego me quedaron unas catorce horas libres en París, donde caminé desde el Arco del Triunfo hasta el Louvre, dormí una siesta en un banco al lado de l'Orangerie, me despertó un cuervo y volví a tiempo para tomar mi vuelo a Buenos Aires. Esa tarde vi Notre Dame de lejos, pero no pude visitarla. La escena, no obstante, me cortó el aliento y quedó tallada para siempre en mi memoria.
La segunda vez fue el 17 de marzo de 2010, y, con una agenda más ordenada, por fin la conocí por dentro. Ese día, mi amor por la catedral se hizo eterno. Anteayer, cuando las primeras llamas surgieron de Notre Dame , sentí pánico y la desagradable sensación de lo inevitable. La caída de la torre fue un apuñalamiento. Lloré como se llora en una Redacción. En silencio y sin lágrimas.
Mientras el fuego devoraba siglos, el presidente de Estados Unidos propuso usar aviones hidrantes. La Dirección General de Seguridad Civil y Gestión de Crisis de Francia anunció en Twitter que estaban usando todos los medios para controlar las llamas, excepto aviones hidrantes. ¡¿Por qué?! ¿Acaso no era lo más lógico?
No, no era lo más lógico. Como explicaron los funcionarios franceses, la pesada descarga de un avión hidrante podría haber hecho colapsar la estructura de Nuestra Señora. No queríamos eso.
Si en París no usaron aviones hidrantes para salvar su joya más preciada fue porque en el comité de crisis había expertos que sabían de lo que estaban hablando. Por lo menos, sabían que existe cierta diferencia entre una catedral gótica y un bosque de coníferas. Lo que me lleva a otro asunto.
Como saben, los niños atraviesan una etapa en la que te bombardean con preguntas. Bueno, a mí nunca se me pasó. Por lo tanto, a medida que transcurrían los años, descubrí que la mayoría de las personas no parecían ser capaces de responder con un simple "no sé". Fui la pesadilla de mis maestros, y en mi adolescencia me prometí nunca hablar de lo que no sabía. Aprendí asimismo que esto tampoco estaba bien visto. Era preferible responder desde la ignorancia que admitir esa ignorancia con un humilde "no tengo idea".
Luego advertí algo más abrumador. Las personas pueden ejecutar acciones porque creen que tienen sentido y sufrir consecuencias catastróficas. No hay nada simple en el mundo. Por eso están los que se pasan la vida estudiando ingeniería, biología, lingüística, música, vinificación, alfarería, paisajismo, inmunología, navegación a vela o magia. Da lo mismo. Donde pone uno la vista descubre un misterio, una duda, algo por aprender. Un cosmos.
Pero tendemos a confiar en el sentido común, que está muy bien en ciertos ámbitos, pero no sirve -ya no sirve- para entender el mundo, la realidad, la naturaleza. El sentido común conduce al solucionismo expeditivo, al reduccionismo feroz. Ejemplo: ¿por qué no usar la pipeta antipulgas para perros en un gato? ¿No es lógico? ¡Vamos, son mascotas! Por desgracia, la permetrina, que se usa en los productos para perros, es muy tóxica para nuestros felinos domésticos.
Hace poco tuve que cambiar un par de flexibles en la caldera. Parecía una labor sencilla. Era el sentido común susurrándome ideas tentadoras y peligrosas. Por supuesto, llamé a un experto y, como siempre, lo observé trabajar. Una vez más confirmé la vieja lección: nunca podría haber hecho bien ese trabajo.
Confieso que ayer, en la ahogada desesperación de ver a nuestra amada Señora asolada por las llamas, también pensé en aviones hidrantes. Pero de inmediato apareció en mi mente la alerta. ¿Cuánto sé sobre extinguir incendios en catedrales medievales? En serio, ¿cuánto? Nada. Cero. Así que me callé la boca.
Pruébenlo. Prueben decir "no sé". Verán que hay paz en esa frase. Y, vaya paradoja, mucha sabiduría.