Un símbolo que no pierde vigencia
Cuando Belgrano creó la bandera, pensó en contar con un emblema que distinguiera a su ejército de las tropas enemigas y también diferenciar al país naciente "de todas las naciones". Quería que sus soldados llevasen al combate un símbolo propio que les recordase su juramento de ofrendar la vida por la patria. Se desprende de la carta al gobierno en la que pidió la adopción de una nueva divisa. Pero urgido por la fuerza de su inspiración, sin esperar respuesta, confundió el color celeste y blanco del pabellón argentino con los del límpido firmamento de Rosario.
No imaginó la descomedida y tajante reacción del Triunvirato, aferrado en sostener la poco convincente "máscara de la monarquía", es decir, una presunta lealtad al rey cautivo de Napoleón, que se contradecía con generalizados anhelos de independencia. El gobierno le ordenó deshacerse de la enseña. Pero desobedeció el mandato y antes de morir en lacerante pobreza, alcanzó a verla reconocida como expresión de un pueblo que pese a hallarse envuelto en luchas fratricidas, no vaciló en llevarla en triunfo por todos los caminos de América del Sur. Para decirlo con el poeta insigne, la bandera argentina jamás tremoló sobre el dolor de los vencidos sin recibir al mismo tiempo la bendición de los libertados.
Aquel paño inspiró los esfuerzos de la emancipación, convirtió a los niños en hombres decididos a brindar la vida en su defensa, flameó en las selvas y en los montes; en la pampa inmensa y en las inmensidades oceánicas; cubrió en su infortunio a los héroes de Malvinas, presidió la cotidiana hazaña de educar, ennobleció el esfuerzo del trabajo, acompañó en las proezas deportivas; en suma, alentó y alienta la existencia de los hijos de este suelo acogedor y generoso.
De ahí que se la llame sin exageración "símbolo máximo de los argentinos". ¿Qué otro emblema nos identifica de manera tan raigal y unánime; qué distintivo, sin desmedro de los que la tradición y la ley han adoptado, nos envuelve y protege con una sensación de seno materno, como la bandera?
Signo de unión, garantía de igualdad en la diversidad, expresión de abrazo desinteresado para los que llegaron de las más remotas latitudes en busca de pan, trabajo y libertad, fue el lazo que anudó vigoroso los anhelos y esperanzas de argentinos y extranjeros. ¿O no está probado el legítimo orgullo con que los inmigrantes de distintas procedencias la adoptaron como manifestación de amoroso reconocimiento hacia el suelo, los hombres y las instituciones que les garantizaron una nueva y dignificante existencia.
Podrían señalarse innumerables hechos a lo largo de la historia en que el amor hacia la bandera inspiró episodios de indómito coraje. Después de la triste jornada de Cepeda, en que se enfrentaron los hijos de una misma patria, sucedió uno de ellos. El 23 de octubre de 1859, al producirse la retirada, pasó frente al Ombú de Guereño bajo el cual descansaban en aquel momento los poetas-soldados Ricardo Gutiérrez y Juan Chassaing, el portaestandarte del batallón San Nicolás, Panchito Díaz, quien llevaba marcialmente el glorioso trapo luego de hacerlo flamear en lo más duro del combate, sostenido sólo por la mitad superior del asta, pues la otra parte había sido deshecha de un cañonazo. Fue tal el impacto que les produjo aquella imagen en que se conjugaban el valor y la sinrazón de la lucha fratricida que Chassaing se puso de pie y compuso las primeras estrofas del inmortal poema que en la niñez recitábamos en las escuelas: "Página eterna de argentina gloria,/ melancólica imagen de la patria,/ núcleo de inmenso amor desconocido/ que en pos de ti me arrastras/. ¡Bajo qué cielo flameará tu paño,/ que no te siga sin cesar mi planta..."
Años más tarde, durante la larga guerra del Paraguay en que se desangraron cuatro naciones hermanas, pocas horas antes del asalto de las inexpugnables trincheras de Curupaytí (22 de septiembre de 1866), el subteniente de diecisiete años Mariano Grandoli, del 1º de Santa Fe, le escribía a su madre: "Mamá: mañana seremos diezmados por el enemigo pero yo he de saber morir por la bandera que me dieron". Y se cumplió su profecía. El jefe del batallón escribió entonces a un conocido vecino para referirse a la enseña y a su ilustre portador: "Salió con catorce balazos, perdiendo la vida quien la llevaba tan dignamente y retirándose toda su escolta, sus distinguidos [cadetes] todos heridos. Hecha pedazos como está y manchada con la sangre del intrépido subteniente de bandera don Mariano Grandoli, tal vez no la conozcan más las distinguidas señoritas que la trabajaron; sírvase decirles a ellas que en el ataque fue la primera que flameó contra la trinchera, mediante haber sido el batallón designado para servir de vanguardia a todo el Ejército Argentino. Sírvase decir a las señoritas que bordaron la bandera, no se olviden de los que quedaron en Curupaytí que tal vez ellos recordaron de ellas por el tanto arrojo que hubo".
Al ordenarse la retirada de las fuerzas nacionales, cuando habían resultado muertos o heridos la mayoría de los oficiales y yacían inertes centenares de soldados, el capitán José Ignacio Garmendia contempló esta escena que dejó registrada en uno de sus libros sobre la contienda: "Vi salir un soldado cubierto de lodo. Venía solo, agobiado de fatiga. Su paso era pesado y vacilante. Caminaba demostrando el cansancio angustioso del día. Conducía una enseña despedazada, sucia, ennegrecida, con una borla cortada por un balazo. En su rostro sudoroso, velado por una expresión sombría indescriptible, se escondían dos ojos enérgicos y refulgentes, inyectados de sangre. Cejijunto el ceño, revelaba algo de feroz aquella cara africana. Cuando estuvo próximo, se echó el quepis hacia atrás, y haciendo vibrar el estandarte con gallardía, nos lanzó una altiva mirada y gritó, como si fuera el vencedor del infortunio: "¡Yo soy el soldado Carranza del 1º de línea y esta es su bandera!"
Cinco décadas más tarde, los precursores de la aviación argentina Eduardo Bradley y Angel María Zuloaga, proyectaron cruzar los Andes en globo, y el 24 de junio de 1916 se lanzaron a la increíble y peligrosa aventura. En la frágil barquilla de la nave flameaba una bandera argentina, mandada a elaborar especialmente por ambos, y así el pabellón de Belgrano confundió sus colores con los de las nubes y el cielo. Concretada la hazaña, Belisario Roldán exclamó entusiasmado: "Yo tengo una cosa aguda que decirles a los astros: ya no son ellos los únicos que han visto a los Andes desde arriba".
En suma, la bandera es prenda de unión y fuerza; lección, mensaje y desafío. En sus pliegues se resume lo que fuimos: lo que se logró a fuerza de fe y perseverancia; lo que somos como pueblo que sueña con el porvenir de prosperidad que promete nuestra enorme riqueza; como comunidad que confía en alcanzar una concordia nacida de la honradez de gobernantes y gobernados, del respeto por la ley y de la vocación hacia el bien común de cada componente de la sociedad. Y lo que seremos cuando sepamos oír claramente las voces de la historia e imaginar y transitar día a día por caminos nuevos.
El "águila guerrera", la paloma blanca que se recorta sobre el cielo azul de esta tierra entre nieves eternas y mieses color de sol; la "perenne novia" de los soldados de la independencia, "la bandera idolatrada" a la que se canta en las escuelas, ondea al celebrar su día para recordar la magnitud de la tarea que nos espera.
© La Nacion