Una noche de insomnio en París
Como nos pasa a muchos de los que respetamos la cuarentena contra el coronavirus en nuestras casas, empecé a perder el sentido del tiempo. No sé en qué día vivo y el reloj se convirtió en un objeto inútil y absurdo. Esa confusión me hace alternar las siestas interminables y las noches de insomnio. Hace unos días, me encontraba en mi cama. Había desistido de conquistar el descanso nocturno y me entregué al azar de la memoria. De pronto, recordé una madrugada de insomnio muy particular que soporté hace ¿veinte o treinta años? Esa remota vigilia tenía algo que ver con las recientes noches en vela.
En estas semanas de cuarentena, probablemente el libro más citado en Occidente haya sido la novela La peste, de Albert Camus. Siempre se dijo que esa obra, basada en la epidemia de cólera sufrida por la población de Orán en 1847, era una alegoría de la ocupación nazi de París. El confinamiento de la población de Orán narrado por Camus es leído hoy como una profecía de la reclusión global impuesta por la aparición del Covid-19. Esa circunstancia devolvió La peste a la lista de best-sellers.
La asociación entre Camus, las epidemias y la ocupación nazi me hizo retroceder veinte o treinta años en mi vida. En vez de encontrarme en mi habitación porteña, estaba en un cuarto de hotel parisiense. No era un hotel cualquiera, era un establecimiento que hacía mucho quería conocer: el imponente Hotel Lutetia, sobre el boulevard Raspail. Era y es el único palace hotel de la Rive Gauche. Tenía una historia muy interesante y era un ejemplo estupendo de la transición de la arquitectura y la decoración art nouveau a las del art déco. El trabajo periodístico me permitió realizar aquel deseo sin yo buscarlo. Una espléndida invitación había llegado a la nacion y yo fui elegido para visitar, cerca de Reims, las bodegas de uno de los champagnes más conocidos. El tour se cerraba con una estadía de tres días en París, en el Lutetia.
En aquellos años, todavía no había aparecido la novela histórica Hotel Lutetia, de Pierre Assouline, de modo que yo ignoraba muchos detalles de las peripecias del palace. Pero sabía muy bien que había sido, durante la ocupación nazi, la sede de la Abwehr, la contrainteligencia alemana, Después de la Liberación de París y de la victoria aliada, el Lutetia se convirtió en el centro de repatriación de los prisioneros y de los sobrevivientes de los campos de concentración. Paradójico destino de hotel.
Una de las cosas que me llamaron la atención del Lutetia fue el contraste entre la amplitud de los salones de recepción y la estrechez de los corredores a los que daban las pequeñas habitaciones. En la mía, casi no había lugar para guardar el equipaje. Era inevitable que, por la noche, pensara en los que me habían precedido en ese cuarto. Por ejemplo, el desconocido oficial de la Abwehr que había dormido entre esas paredes, pero también los repatriados. Lo más terrible era imaginarse la angustia y el insomnio de los sobrevivientes de Auschwitz. Para ellos, esos pocos metros cuadrados habrán sido un palacio. Pero no creo que pudieran ignorar la sensación de ahogo. Porque esos niños, hombres y mujeres podían abarrotar la pieza con el recuerdo de los muertos, de los desaparecidos, de torturados y verdugos, También ellos habrán pensado que ocupaban la cama, todavía tibia, del enemigo que los había perseguido. De las paredes del dormitorio brotarían el sudor frío del terror y las lágrimas.
Por suerte, al día siguiente, debía abandonar el lujoso Lutetia para mudarme al hotelito, no muy distante, en el que me alojaba cuando iba a París. Me dieron una habitación grande, de cortinas chillonas; de las paredes colgaban fotos de la Torre Eiffel y de La Gioconda. ¡Bendito sea el kitsch!