Murió Isaac Clotildo Barrios, sin justicia, sin consuelo
El 21 de abril, la pandemia se llevó a Isaac Clotildo Barrios, quien no pudo con la neumonía desencadenada por el Covid y, desde la mirada de quienes conocimos a ese hombre fuerte, sufrido y digno, tal vez no la haya querido resistir. El hecho de que muy pocos hayan oído hablar de él es la consecuencia más visible de la gran injusticia que vienen padeciendo desde hace décadas las víctimas del terrorismo de Montoneros y del Ejército Revolucionario del Pueblo.
El 6 de diciembre de 1977, su hijito Juan Eduardo, de apenas tres años, fue asesinado por Montoneros mientras estaba tomando un helado, de la mano de su mamá.
Clotildo, como le decían sus amigos, había nacido en Corrientes y lo adoptaron el mismo día que llegó al mundo. A los siete años empezó a ir a la escuela, pero no pudo terminarla; tenía que ayudar a su familia adoptiva. A los dieciséis se mudó al Chaco a trabajar como hachero, una faena dura como pocas, hasta que en 1971 llegó a Buenos Aires, en busca de mejores oportunidades, como tanta gente del interior. Consiguió emplearse como operario en una metalúrgica de Monte Chingolo, donde construyó su casilla para vivir, junto con su esposa, Yolanda, que por los mismos motivos había llegado de la localidad tucumana de Famaillá. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba el colectivo y se iba a la fábrica. Allí soportaba el calor de la fundición de metales hasta las tres de la tarde, cuando terminaba su jornada, pero él se quedaba haciendo tareas de limpieza para ganar unas horas extras.
La mayor alegría del matrimonio era su hijito Juan Eduardo, que había nacido en septiembre de 1974, el mismo mes que Montoneros mató a José Ignacio Rucci.
Durante el día, Juan Eduardo quedaba solo con su mamá, que disfrutaba con él todas y cada una de las horas de la extensa jornada del padre, hacia quien corría a abrazarlo cuando llegaba, con algún regalito: unos caramelos y no mucho más que eso, porque eran muy pobres.
En diciembre de 1975, cuando Juancito tenía un año, recibieron la primera muestra de lo que fue la confrontación sangrienta de esa década. Vivían a tres cuadras del Batallón “Domingo Viejo Bueno”, en Monte Chingolo, y el ERP irrumpió en ese cuartel de arsenales en vísperas de la Nochebuena. Más de medio centenar de atacantes ingresaron en el lugar con la intención de matar a la dotación militar que estaba allí y apoderarse de las armas, pero previamente se metieron en el barrio donde vivían Clotildo y Yolanda. Ellos debieron arrojarse con su bebé de un año bajo la cama, porque las balas atravesaban la casa precaria donde habían construido su hogar. Aquella vez, todos se salvaron.
Lamentablemente, la violencia de aquellos años no les dio una segunda oportunidad. Un día, Yolanda había ido al centro de Lanús a pagar impuestos de su casa, junto con Juan Eduardo, porque no tenía con quién dejarlo y porque además nunca se separaba de él. Cuando salieron del Banco Provincia, donde ella fue a hacer el trámite, Juan le pidió un heladito y los dos cruzaron al quiosco para comprarlo. Mientras Yolanda pagaba, su hijito ya estaba tomándolo y en ese momento escucharon estruendos de proyectiles. Un grupo de Montoneros había disparado con una escopeta contra el policía que estaba custodiando el banco y, mientras él se desangraba mal herido en la vereda, una de las mujeres del grupo terrorista lo roció con nafta y le prendió fuego. Como si aquella crueldad no hubiera resultado suficiente, cubrió su retirada con disparos indiscriminados, hacia todos lados. Una de aquellas balas atravesó el abdomen y el cuerpito de Juan Eduardo, quien se desplomó mientras su mamá todavía le sujetaba la manito. Sólo alcanzó a decir “¡Ay!”.
Una ambulancia del hospital de Lanús llegó hacia la fundición donde trabajaba Barrios. Bajaron dos médicos. El capataz llamó a Clotildo y le puso una mano en el hombro. El peor drama de su vida había comenzado.
Desde aquel momento, Yolanda quedó congelada en el tiempo. Su rostro perdió la expresión y, cada tanto, se deprende de sus ojos una lágrima muda, tanto como ella, que apenas alcanza hoy a articular monosílabos. Su tristeza llega hasta el alma suya y de quien la mire.
Al día siguiente, un comunicado de Montoneros reivindicaba el asesinato del cabo primero Herculiano Ojeda, a quien atravesaron con disparos y prendieron fuego en la puerta del banco. A Clotildo le dijeron después que la asesina de Ojeda y de su hijito había sido Estela Osterheld, una de las hijas de Héctor Germán Osterheld, el autor de la famosa historieta El Eternauta, utilizada para halagar a Néstor Kirchner después de su muerte. Unos pocos accedieron al comienzo a escuchar a Barrios. En una sociedad donde la cobardía se extendió hasta volverla una extraña frente a sí misma, incluso escuchar provoca miedo.
Un día, Isaac Clotildo Barrios estaba mirando el programa de Mariano Grondona y oyó que nombraban a Juan Eduardo. Era Victoria Villarruel, la presidente del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv). Se puso a llorar. Estaba convencido de que nunca alguien recordaría a su hijito.
A partir de entonces, el Celtyv comenzó a darle visibilidad y Clotildo apareció en actos, congresos sobre víctimas del terrorismo, libros y hasta en una conferencia internacional sobre estrés postraumático. Resultaba paradójico que su testimonio hubiera resultado valioso para la medicina pero no para la justicia. Clotildo se expresaba con sobriedad, sin llantos –que hubiera tenido el derecho a descargar en público–, sin insultos, pero con precisión y firmeza. Llevaba la foto de Juan Eduardo, que mostraba sólo cuando se lo pedían. Era la única fotografía que había del pequeño, porque el matrimonio no tenía una cámara propia y le prestaron una para el día en el que su hijo cumplió tres años. Allí estaba su carita dulce sobre el papel, con su flequillo y la camisa a cuadros que el papá le había comprado para su modesta fiestita, la misma prenda que después quedó perforada por la bala de una bestia.
Cuando los cultores de lo políticamente correcto clasifican los crímenes en mejores y peores, según el carácter de los victimarios, deberían mirar aquella foto de un nene de tres años que cayó perforado por una bala mientras empezaba a tomar un helado, de la mano de su mamá.
No se puede ignorar a las víctimas, su edad y la intensidad de su sufrimiento, cualquiera sea el lugar que hayan ocupado en la década más sangrienta de la historia argentina. Y la muerte de un niño, que por fuerza es un inocente, jamás tendría que ser minimizada; pero la mujer a la que se le atribuía el asesinato del cabo Herculiano Ojeda y de Juan Eduardo Barrios tiene una placa en el Muro de la Memoria, mientras que de él no se escucha casi una palabra.
El Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas ha llevado a cabo una pormenorizada estadística de los muertos civiles por el terrorismo guerrillero de los 70, que ascienden a 1094, más de los que mató la ETA en España a lo largo de 50 años de historia.
Hoy, Isaac Clotildo Barrios estará en el cielo, dignificado por su viril y sobrio sufrimiento y en su ansiado reencuentro con su hijo Juan Eduardo, porque la justicia, tarde o temprano, llega para todos.