Nos abrazábamos sin pensar
Encuentro el video durante una tarea de rutina. Limpiar, ordenar. Sin aviso, el video. Se me llenan los ojos de lágrimas. Esto no puede estar pasando. Un momento. Un momento, por favor. Pero sí, está ahí, en la pantalla. Un registro y un recuerdo: la mujer del video está cumpliendo 40 años. Rodeada de sus amigos, se la ve feliz y despreocupada, iluminada por su sonrisa solar y la luz de las velas sobre una torta intemperante. Sí, obvio, las velitas son de esas que se vuelven a encender una y otra vez; solo que en esta ocasión es solo una y tiene el aspecto de un stormtrooper de Star Wars, porque la mujer del video es fanática. He filmado todo, incluido su discurso informalmente formal, que despacha con una reserva que no le es propia, pero que se proyecta –la conozco– como la sombra de un eclipse toda vez que debe hablar de sus propias emociones. Wonder Woman cumple 40 años. Rodeada de sus amigos. Sin respetar ni el más mínimo distanciamiento social. Y entonces ocurre.
Luego del rito de las velitas, mira alrededor, busca a una amiga muy especial, y la abraza. Dios, la abraza. Estoy paralizado mirando la pantalla, en mi estudio. Luego abraza a todos los demás. Es un día especial. ¡Cuarenta años! La cámara gira y caigo en la cuenta de que tengo personas a mi alrededor. Podría asentar sus nombres. Son nuestros amigos. Mis amigos. Pero ahora, en la pantalla, están demasiado cerca. Es el living de casa, que ha permanecido vacío y callado durante quince meses. Todavía tenemos uno de los adornos de aquella celebración que duró hasta muy tarde y en la que –parece que fue ayer y parece que fue en otra vida– estuvimos todos juntos, codo con codo, sin darnos cuenta de ese tesoro que era nuestro. Vi, en ese video, helado por el terror que causa el terror, que perdimos esa dicha inocente. Esa alegría de niños que se juntan como toda nuestra filogenia lo viene haciendo desde hace millones de años, desde que los grandes reptiles perdieron protagonismo y entonces esto de amontonarnos afectuosamente se convirtió en la ley del mundo.
La mujer está a seis días –hoy– de cumplir cuarenta y dos. No hubo celebración el año de la pandemia. Ni la habrá tampoco ahora. Eso no es demasiado grave. Hay años buenos y hay años malos. Pero lo que nos está pasando es diferente. ¿Cómo es posible que a estas alturas de la vida me haya parecido temerario un cumpleaños feliz? La pandemia ha sembrado la muerte, produjo un desastre en las vidas de millones de personas que se ganaban el pan honradamente y causó un sufrimiento indecible en gentes que volvieron de la internación con una visión diferente de la existencia. Como quien vuelve de la guerra. Y en ese trance inesperado, que comenzó como un rumor lejano y ya viene durando más de 450 días, nos refugiamos en lo que siempre, desde que existe esta especie y todas las que nos preceden, fue el enemigo máximo: el maldito distanciamiento. Nada podría ser más anómalo ni más contrario a nuestros instintos. Vivir es estar juntos. Siempre fue así. Siempre será así.
Sin embargo, a fuerza de ver cómo la catástrofe se devoraba la normalidad, esa reunión de muchas personas a puertas cerradas por el frío de junio y esos abrazos desenfadados luego del rito de la velita stormtrooper me causaron un miedo pavloviano. No me había dado cuenta hasta ahora de esa formidable laceración invisible.
Cuando hayamos doblegado esta tragedia, cuando hayamos elaborado el duelo multitudinario, cuando empecemos a asomar a la pospandemia habrá una tarea más difícil que recuperar la prosperidad y la de exigir, de una vez por todas, que los responsables se ocupen de estar alertas y preparados ante esta clase de fenómenos. Aparte de todo ese trabajo monumental, nos aguarda el más difícil de los desafíos, y tal vez el más importante: volver a abrazarnos como antes. Abrazarnos sin pensar.