Nunca estuvimos demasiado cerca
Ahora, después de Afganistán e Irak, cuando parecería que Estados Unidos pasa de república imperial a imperio de puro poder, conviene reflexionar sobre el itinerario de nuestros países. Juntos -o casi juntos- nacimos a la aventura de ser. Ambos combatimos con nuestras madres patrias y, lejos de llegar al matricidio, coincidimos en que era impostergable la voluntad de nacer, pero sin renunciar a la matriz cultural a la que nos debemos.
Argentinos y norteamericanos surgimos a la historia perplejos y desafiados por desiertos inconmensurables, que eran posibilidad y agobio a la vez. Desde ciudades que disimulaban el fortín protector, nos aventuramos en la pasión unificadora, convencidos de representar los valores de la civilización. Despreciamos las culturas de los aborígenes y a sus dioses. Suprimimos su calidad de vida, sus creencias y, por último, sus mismas vidas, identificando su resistencia con el rechazo de la civilización occidental y del Dios cristiano (del que los aborígenes recibieron el rostro negativo de desprecio racial y crueldad explotadora).
Durante todo el siglo XIX fuimos haciendo camino, ocupando territorio, extendiendo riquezas, pero sutilmente algo nos diferenciaba: leíamos la Biblia con tradiciones distintas. En el Sur, éramos católicos con el orgullo de la tradición hispánica. El Norte se decidió por la eficacia práctica y modernizadora del protestantismo.
El catolicismo -antiguo, mediterráneo y cordial- nos llevó al mestizaje, a una democracia cotidiana, paternalista, en la que renacían los valores feudales. Los del Norte se definieron por una sociedad en la que el comando real estaba unido a la pureza del protestante europeo, el wasp (blanco, anglosajón, protestante). Eran cristianos de la eficacia. Arriesgaban el puritanismo y, quizá, creían nomás en la riqueza como signo de la bendición de Dios. Se crearon, con habilidad, un puente del misticismo del Mayflower a la General Electric. Era una sociedad socialmente despiadada. Hasta Kennedy, no lograba superar el racialismo.
Lo cierto es que desde fines del siglo XIX nuestras sociedades toman caminos culturalmente diferentes. La sensibilidad de los norteamericanos empieza a sernos ajena y distante. Nosotros nos quedamos con el Mediterráneo y la metafísica, ellos con la realidad y los gospels del tío Tom.
Esas fuertes raíces culturales, católicas y latinas nos impulsaron a buscar en Europa las renovaciones que considerábamos necesarias. Un ejemplo fue la importación de la cultura francesa, en el caso de la Argentina y de muchos otros países, de México al Sur.
Ya desde San Martín y Bolívar, sentíamos que en realidad no habitábamos el mismo continente. La cultura había creado una línea divisoria, pese a la voluntad política que llega al Congreso de Panamá. La invasión de México y la guerra de Cuba serán hitos en la separación de ambos mundos.
Lo cierto es que, salvo Sarmiento, los fundadores de la Argentina moderna -Mitre, Avellaneda, Roca- jamás sintieron a los norteamericanos como hermanos. Del lado norteamericano, se consolidó la indiferencia y la ignorancia de todo lo referente a nuestro mundo. Con el tiempo, ni siquiera recordaban que existíamos. (Bush, asombrado, le dijo a Cardoso que no sabía que en Brasil hay negros.)
Aquella diferencia cultural fue más que la frontera del río Grande.
Admirablemente, los wasp se apropiaron sin complejos de las claves tecnológicas europeas. Transformaron la invención en negocio y en pocas décadas se convirtieron en el motor de un nuevo mundo, el de las cosas fabricadas en serie. Mientras que nosotros seguíamos siendo los herederos de Andalucía y de las elegantes resistencias de la latinidad y de los católicos hacia el mundo de la cosa, ellos supieron entregar el universo tecnológico a sus empresarios. En pocas décadas el éxito fue devastador. Casi nos quedamos sin mundo: alcanzaron el límite del desequilibrio ecológico. Desde el siglo XIX tuvieron voluntad de potencia. Es admirable esa determinación. Expandieron una forma de vida atractiva: el american way of life . Hollywood fue su expresión de mundo decidido y superficialmente feliz. De algún modo, cumplieron con el deseo de Guillermo Hudson: no se dejaron molestar por la metafísica.
Pero la falta de proyección metafísica tuvo un precio: el nihilismo de la "mera cosa". En este fin de siglo, el futuro del american dream parece haber quedado atrás. Es como si en una fecha indeterminable, tal vez hacia la muerte de Kennedy, Estados Unidos empezase a vivir en un terreno vacuo, sin la alegría de quien esperaba aquel futuro tan deseado. La guerra de Irak inaugura una trasnochada etapa imperial. Sin proyección metafísica, el mundo carece de sentido y gravedad.
Hoy Estados Unidos es una economía brillante y una realidad social pobre y peligrosa. El país está quebrado en etnias hostiles. El racialismo se expande entre ellas.
Se da la paradoja de que el país que no tenía servicio militar se haya transformado en una prepotencia nuclear , que invade Granada, Panamá, Haití o sumerge al mundo en la guerra del Golfo Pérsico. El país que nunca supo de refinamientos de paladar nos exporta sus comidas de animal de granja urbi et orbi. El país pragmático pretende inyectarnos democracia y apertura de mercados como panacea existencial. Su vocación pastoral corresponde a la ingenuidad de esos predicadores de paraguas que recorren los campos secos de Ohio. En una conferencia en el CARI, el politicólogo Huntington nos recomendó a los latinoamericanos el protestantismo para mejorar en los negocios...
Recientemente se puso de moda (política) afirmar que la Argentina tuvo una conducta internacional de confrontación, de chico díscolo. Lo cierto es que la Argentina, desde los tiempos de Roca y durante todo el siglo XX, hasta 1990, se limitó a reafirmar sus derechos y su orgullo nacional ante la agresividad hegemónica de la brillante superpotencia del Norte. Con Yrigoyen y con Perón nos negamos a participar de las guerras de las "potencias centrales" (¡nos exigían la beligerancia como gesto de simpatía! Alguien, hace poco, respondió a esta pretensión...).
En Malvinas, Estados Unidos jugó en contra de los intereses argentinos. Los cohetes side winder modificados y el sistema de información electrónica fueron la mejor ayuda que pudiese recibir Inglaterra para desembarazarse de nuestra heroica Fuerza Aérea.
Lo que nos divide es la distancia emotiva y cultural. Los argentinos nunca vimos en Estados Unidos un modelo. Nuestra calidad de vida supone otra poética, otra sensibilidad, y cierta superioridad cultural. Reflejos mediterráneos, de antigua latinidad.
En el apogeo de la Argentina -desde Mitre y la Generación del 80, con los conservadores y luego con Perón, hasta Illia-, Estados Unidos era un apreciado país remoto, sin refinamiento, con cierta torpeza cuáquera. Pero valorábamos su democracia de oportunidades, sus hazañas deportivas, su contracción al estudio. Hollywood, con el Ratón Mickey, Ginger y Roger, Groucho Marx y Bogart, era el mejor rostro, entraba en nuestros corazones. Pero nunca los tuvimos -ni nos tuvieron- cerca, ni siquiera con la visita de Roosevelt, el grande, a Justo.
Qué pena que abandonen la República y que un Augusto texano funde otro imperio y ocupe por fin esa Mesopotamia que muchos ocuparon pero nadie pudo gobernar, incluido Jehová, que tuvo el disgusto de la rebelión de Adán y Eva, pese a que vivían en el Pardés, justo entre el Eufrates y el Tigris.
A Borges le gustaba citar esta expresión: "Un imperio más, una estupidez más".