Papá Noel es el tío Raúl
Sí señora, llegó la Navidad de vuelta y sí, es momento de que su marido, el primo díscolo o el vecino se pongan el traje para sorprender a los niños
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Ay, qué alegría cuando llega ese momento en que luego de una comida rica en vitel toné, tomates rellenos y ensalada rusa, los pequeños de la familia exigen a gritos los regalos. Y que los niños estén ansiosos no es culpa ni de las pantallas, ni de TikTok, ni de los Roblox ni de los Brain rot, sino de ese tío que estuvo desde las tres de la tarde (¿por qué llegó tan temprano, no?) diciéndoles: “¿Viene Papá Noel? Mmm, yo no sé si viene este año“. Por eso, para el momento del Mantecol los más chicos de la familia están a nada de sublevarse y si lo ven a Papá Noel entrar por la puerta: A) lo descuartizan B) le sacan los regalos C) lo descuartizan y le sacan los regalos.
Gracias a las películas siempre se mostró que Papá Noel entra por la chimenea y reparte los regalos con una sonrisa; pero si a usted el 24 a la noche se le mete un tipo disfrazado lo más probable es que termine la jornada desvalijado, maniatado y marcando al 911 con los dedos de los pies.
Uno sabe que en las familias siempre se intentó que los niños se sorprendan con la presencia de Papá Noel y, por eso, se disfrazó al tío, al abuelo o al novio de la nena, que tenía que hacer buena letra porque recién llegaba a la familia. Así, cada año se buscó tener después de medianoche al hombre de los regalos (aclaración: el hombre de los regalos es Papá Noel, no un intendente peronista desesperado por los votos). Sin embargo, jamás salió a la perfección: Papá Noel se dejaba el reloj puesto, o era muy flaco, o tenía olor a carbón porque había hecho el asado, o antes de irse por la puerta (porque aparentemente en Adrogué no llega en trineo sino en un Renault 12) hacía la V con los dedos y pedía la liberación de Cristina. También es cierto que el contexto nunca ayudó: en Estados Unidos nieva, se escuchan villancicos y se hornean galletitas con forma de hombrecitos alegres. Acá Papá Noel llega con 42° mientras se escucha que el vecino tiene “El bombón asesino” al palo y de fondo está la Pelopincho rebalsada de cloro.
Se sabe que todo eso atenta contra la magia navideña, más porque los pequeños de la familia se debaten entre la ilusión que regala la infancia y el miedo de que se le abra la puerta a un tipo disfrazado, de noche y en el conurbano. Hay que pensar que en el cerebro del niño convive la idea que le dieron los dibujos animados y la realidad que vio en el noticiero. Entonces es normal que al principio mire al extraño de barba blanca con cara de: “¿En esta casa le abren la puerta a cualquier vago?”.
Inseguridades al margen, cuando se relajan todo es alegría, porque Papá Noel abre la bolsa donde guarda los regalos (y los puchos y las llaves del auto) y saca los obsequios. Un juego de mesa, una Barbie, el flota-flota y una cartuchera que la tía compró anticipadamente pese a que las clases empiezan (si no hay paro, porque vieron cómo es este país) en marzo.
Nada por aquí, nada por allá. Así como llegó, el misterioso hombre de la noche se va. Los niños, maravillados con los regalos, no se percatan de que el tío, el abuelo o el primo que dice incoherencias, no estuvieron ahí. No sospechan que cualquiera de ellos estuvo dentro de ese traje polar con olor a colectivo en hora pico. No quieren darse cuenta de que detrás de la magia había trampa y no tienen ganas de que nadie les arrebate la alegría de estar pasando por ese momento que esperaron toda la tarde, desde que el tío les dio manija sobre la llegada de Papá Noel.
Ahora son felices... pero no son ingenuos. Y una vez que ese querido familiar está de regreso lo miran con lágrimas en los ojos y, por más que tengan cinco, o seis, o siete años, le avisan: “¡Recién dejaron entrar a un tipo disfrazado, fijate si no te afanó el celular!”.












