París, ciudad sitiada
Con el recuerdo todavía fresco del último atentado terrorista de Estado Islámico, en la capital francesa nada es lo de siempre; la incertidumbre gana las calles, donde el miedo a un nuevo ataque marca la vida cotidiana de la gente
PARÍS.-Cuatro incertidumbres pesaban sobre París a principios del último diciembre. La primera, la más radical, generada por los atentados terroristas del 13 de noviembre. La segunda, no menos violenta en sus causas y dramática en sus efectos sociales, tenía origen en la guerra civil Siria y la prolongaba la irresolución europea ante el aluvión migratorio que se agolpa aún hoy a sus puertas. La tercera, auténtica pesadilla para la sensibilidad republicana, resultaba del creciente caudal de votantes franceses dispuestos a respaldar al Frente Nacional en las elecciones regionales que se avecinaban. La cuarta fuente de tensión, provocada por su desarrollo incierto tanto como por las dudas sobre el alcance real de sus conclusiones, la encarnaba la Cumbre del Clima que iba a desplegarse durante los primeros doce días de diciembre. Lo que sigue es la crónica de esas dos semanas.
Noviembre 30, lunes. El departamento es confortable. Dejo mi maleta y vuelvo a salir. Tiempo clemente, cielo asombrosamente claro. Me basta recorrer tres cuadras para cerciorarme de lo que presentía: París ya no es la de siempre. Cada lugar querido y conocido se muestra, a la vez, incierto, imprevisible.
Tampoco la Cumbre del Clima, desarrollada en las afueras de París, esconde sus tensiones. Decenas de gendarmes custodian el lugar. Los controles para facilitar el ingreso son exasperantes. Cuarenta mil personas integran las delegaciones de todo el mundo que allí se dan cita. Los interrogantes superan las certezas disponibles.
Diciembre 3, jueves. Le Marais. Rue de Francs Bourgeois. Delicia de una caminata matinal. Por un instante la alegría puede más. El frío sigue ausente. Esta vez no puedo evitar que el encanto ceda. Nada es lo de siempre. La calle donde se alza el teatro Bataclan es todas las calles. Sus flores marchitas, todas las flores del país. Nadie puede saber dónde está si se atreve a pensar lo que pasó.
Diciembre 4, viernes. El flujo migratorio no se detiene. No hay acuerdo sobre cómo proceder en esta Europa de naciones dominadas por la desconfianza recíproca. Ya han ingresado a Europa más de un millón de personas en carácter de refugiados. Se suma, se resta, se divide. ¿Aceptarán mil, diez mil, doscientos mil? ¿Y cómo saber cuáles, entre ellos, no son lo que parecen? ¿Extremistas? Nadie está seguro, todos presienten y temen. La solidaridad, por supuesto. ¿Cómo darle la espalda a tanto padecimiento? Pero, ¿y la seguridad? En Francia se multiplican las voces disconformes con el Estado. Son muchos los que están hartos. El odio y el miedo se dan la mano. La ineptitud atribuida a los que gobiernan es una condena que se hace oír en todo el país. Refugiados y terroristas son concebidos como expresión de una misma lacra por los voceros de ese hartazgo. ¿Qué más hay que esperar?, se preguntan. ¿Cuántos franceses más deben morir? Quieren acción por parte del gobierno, eficacia, respuestas rotundas dentro del país. No sólo ni ante todo en Siria e Irak.
Diciembre 5, sábado. Hollande alza la voz. "Seremos implacables", exclama. Francia intensifica sus bombardeos en el norte de Irak. Los partidos tradicionales no consiguen esconder su crisis. Empecinados en combatirse unos a otros, llevan agua con su inoperancia al molino de Marine Le Pen.
El ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, le habla al país. Muchos intentos de ataques terroristas son desbaratados a diario, dice. Pero siempre habrá uno que escapará al control. Lo imprevisible se empecina en deshacer la trama de la vida cotidiana. Todos, sin embargo, luchan contra la impotencia de no saber cuándo, cómo, dónde, sucederá lo terrible otra vez. Las sirenas de los autos policiales no dejan de oírse. Ni de día ni de noche. París, ciudad sitiada. Casa del dolor.
Marcel Gauchet, filósofo, interpreta esta perseverancia, este esfuerzo ciudadano por recuperar la normalidad, como "una forma de resistencia cívica, de fraternidad. De golpe, en momentos trágicos como los que vivimos, su necesidad se hace evidente. Es la ocasión de sorprendentes comuniones entre seres anónimos".
La tensión en la Cumbre del Clima se ahonda. Hay intereses contrapuestos. Nadie discute que sea ineludible la transición desde el empleo de recursos con altas emisiones de carbono hasta empleo de recursos renovables, energía eólica y solar. La cuestión es otra. ¿A qué costos? ¿En qué tiempos se hará todo esto? Están los que aspiran a lentificar el proceso de cambio, a rebajar el precio que deben pagar por él. Y están los que no pueden esperar más. Muchos de sus territorios ya han sido sepultados por el agua. En otros, la sequía exterminó toda posibilidad de vida.
Diciembre 6, domingo. Festín del Frente Nacional. En la primera vuelta de las elecciones regionales se ha impuesto en seis secciones. Seis sobre trece. Cunde el escándalo entre los partidos que gobiernan el país desde hace décadas. Es unánime el repudio a esos partidos que dicen encarnar los valores de la República. No han sabido unirse, privilegiar lo esencial, devolver a la sociedad la confianza en su aptitud política.
Diciembre 7, lunes, a las 20. Larga jornada en la Cumbre. El horizonte de las conclusiones convergentes todavía se muestra distante. Alcanzo, en subte, la Gare du Nord. Centenares de personas vienen y van en distintas direcciones. Estoy en un hormiguero laborioso. Subo por una escalera, busco el camino hacia la plataforma del tren que me llevará de vuelta a casa. De pronto, la estampida. La gente empieza a correr descontrolada en dirección a la escalera de la que vengo. Se lanzan por ella sin medir riesgos. Se oyen gritos, gemidos. Algunos, sin dejar de correr, se vuelven presintiendo la cercanía de lo que temen. El terror transformó las expresiones. Es inútil preguntar qué pasa. Nadie se detiene, nadie contesta. Chocan contra mí, me dejan atrás. Escapan. Pugnan, todos, por bajar al mismo tiempo. Me gana el miedo. Corro yo también. Vuelvo a la carrera sobre mis pasos. Me lanzo a la escalera. Tropiezo, doy y recibo codazos. Abajo, en el andén del que venía, se agolpan decenas de personas. Ya no pueden retroceder más. A la derecha y a la izquierda, las vías; detrás, un paredón. Aparecen, no sé de dónde, cuatro hombres con chalecos anaranjados y teléfonos portátiles. Tres suben, decididos, por la escalera. El que se queda con nosotros pide a los gritos serenidad. La serenidad que él no tiene. Se lo ve tan nervioso como todos. Uno de los tres hombres de anaranjado se asoma arriba, al borde de la escalera. Hace señas, indica que podemos subir. Algunos se niegan. Los que se deciden a subir me arrastran. Es una marea compacta, ahora silenciosa. Ya estoy otra vez en el área central de la Gare du Nord. Veo cinco soldados con sus ametralladoras bajas. Conversan entre ellos, distendidos. Es una buena señal. Avanzo y me sumerjo en la galería que me llevará a la estación que busco. Otra vez el flujo de gente. Hay apremio, pero ya no hay desesperación.
A mitad de mi marcha, luego de una curva, una mujer en el suelo. La asisten dos soldados y dos hombres de civil. Ella gime, se mueve. No hay sangre. La mujer no se puede incorporar. Uno de los civiles le sostiene la cabeza, le toma el pulso. Otro hombre, que viene en dirección a nosotros, se detiene ante la escena. Hace lo que no hicimos. Se aproxima y pregunta qué pasó. Le responden secamente. Se me acerca. Lo miro. Se da por aludido: "No, nada. Una caída súbita de presión, parece. O un problema cardíaco". Entonces comprendí: la mujer se desplomó y todos salieron en estampida. Nadie se preguntó qué fue, nadie se volvió hacia ella. El terror de unos contagió a otros. Bastó que la mujer cayera para que se produjese la corrida. Aún no ha pasado un mes desde el 13 de noviembre.
Diciembre 10, jueves. Más ataques aéreos de Francia sobre Siria e Irak. Nadie lo admite, pero se estima que ya produjeron más de mil muertos. El ensayista Guy Sorman hace oír su disconformidad con los procedimientos bélicos del gobierno. "Más que librar un combate en Siria contra Estado Islámico, que renacerá bajo otra forma si se lo elimina, los occidentales deberían abrirle un porvenir a ese lumpen proletariado de las barriadas marginales de Europa o América, transformadas en reservorios de militantes jihadistas."
El enemigo del terrorismo que se dice islámico es Occidente. En esto coinciden todos. El blanco es la civilización occidental. Ya no se trata sólo de una guerra contra humoristas profanadores de Alá ni contra judíos complotados para dominar el mundo. Occidente es el enemigo.
Diciembre 11, viernes. El Frente Nacional se apronta para radicalizar mañana su avance del 6 de diciembre. Sus adversarios, finalmente, coinciden en la necesidad de una alianza al menos momentánea para impedir esa victoria humillante para la República.
Cena con psicoanalistas amigos, todos ellos argentinos. Residen en París desde hace años. A ninguno le sorprende mi pregunta: ¿cómo repercute, en los consultorios, lo que está pasando? La respuesta es unánime: los pacientes no hablan de otra cosa. La intimidad se ve, en estos días, reducida a las imposiciones del miedo. Todos se dan cuenta de que esto es una guerra contra Occidente. Ideología, fanatismo religioso, intereses económicos. Todo se enlaza en un mismo procedimiento criminal.
Hay en Francia pensadores que razonan en una línea análoga. El citado Marcel Gauchet es uno de ellos. "Ya no se buscan blancos políticos o simbólicos. Se sembró el terror en lugares apolíticos: un estadio de fútbol, una sala de conciertos, cafés. La extinción del terrorismo «político» ensancha el campo de las amenazas y las víctimas. Esta desimbolización del terrorismo hace que la sociedad en su conjunto se convierta en una presa. Es una «guerra social» y su mensaje es atrozmente claro: «Ustedes son nuestros enemigos en la medida en que ustedes son lo que son»."
Diciembre 12, sábado. Culmina la Cumbre del Clima. En un lustro, es preciso crear condiciones que permitan retroceder hasta límites tolerables de contaminación.
No faltan los escépticos que aseguran que a nada bueno se llegará. Ni los entusiastas que estiman que por fin el hombre procederá en consonancia con la ética y el respeto por el planeta. Entre un extremo y otro, los cautos. Son los que moderan sus expectativas, pero no desdeñan el paso dado en la Cumbre.
Diciembre 13, domingo. Última caminata por Montmartre. Esta noche embarco de regreso. Hoy se cumple un mes de los atentados del 13 de noviembre. Hay una verdadera procesión hacia la calle donde se alza el Bataclan. Se reemplazan las flores marchitas. Los muertos, jóvenes todos, sonríen desde sus fotos expuestas entre las flores.
Sorprendente desenlace de las elecciones regionales. El socialismo y la centroderecha supieron unirse y lograron la derrota del Frente Nacional. Hay alivio, pero nadie se ufana de esta victoria. La República, para volver a afianzarse, pide más, mucho más, de lo que hoy son capaces de ofertarle sus partidos de centroizquierda y centroderecha.
El frío ha llegado a París.