
¿Pienso, luego existo, o mido, luego existo?
René Descartes publicó el Discurso del Método en 1637. Allí estampó su frase más famosa: "pienso, luego existo". A partir de entonces, la fe en la razón se convirtió en la clave de la civilización occidental.
Pero Descartes no fue sólo un gran filósofo, sino también un gran matemático. Si pensar es la vanguardia de Occidente, el medir lo acompaña desde el inicio de la revolución científica. Primero, el científico piensa; concibe una idea, una hipótesis acerca del mundo. Después, pero sólo después, la verifica midiéndola con instrumentos apropiados. Newton, Einstein, tuvieron primero una visión. Cuando ellos o sus discípulos la midieron, sólo entonces la genial conjetura pasó a ser una verdad comprobada.
La secuencia lógica del Occidente cartesiano es: primero pienso y después mido, poniendo mi idea creadora ante el tribunal inapelable de la verificación.
Esta secuencia gobernó no sólo la ciencia sino también los diversos órdenes de la actividad humana. Un creador literario como Borges primero pensó sus universos virtuales. Nunca se le ocurrió derivar sus ideas del juicio incierto de los demás. Escribió sus libros. Después, mucho después, le llegó el reconocimiento.
Un pintor genial primero pinta en la soledad de su taller o hasta en una isla apartada como Gauguin. Cien años después, el mercado valora sus cuadros, "midiéndolos" mediante la cotización. Pero los cotiza tan arriba precisamente porque Gauguin no auscultó el mercado cuando se puso a pintar. La Biblia es ampliamente leída, es un best seller en el mundo actual, Pero, al escribirla, ni Moisés ni los evangelistas tenían en vista la sociedad de masas que ahora los devora.
La política siguió un curso paralelo. Pensadores y líderes como nuestro Sarmiento pensaron primero el país de sus sueños. Se anticiparon, porque pensar es ver antes que los demás. Con frecuencia lo hicieron contra la corriente. Hasta que la corriente, eventualmente, los siguió. Pero al anticiparse aceptaban el riesgo de que esto no ocurriera. Cuando no ocurrió, los Leandro Alem, los Lisandro de la Torre, los Leopoldo Lugones de nuestra historia se quedaron al fin solos ante la muerte, como trágicas figuras de la autenticidad.
Lo primero es pensar. Lo segundo es medir. ¿Pero seguimos fieles a Descartes? Lo que parece una pregunta filosófica se transforma de inmediato en una pregunta periodística. Los políticos y los artistas de nuestro tiempo, ¿piensan primero por sí mismos y se arriesgan después al avatar de la aprobación pública, o rastrean primero las inclinaciones del mercado para nadar en favor de la corriente? Su frase preferida, es ¿"pienso, luego existo" o "mido, luego existo"? ¿Son auténticos u oportunistas?
¿Más o mejor?
Si recurrimos a ejemplos recientes como los de Perón, Frondizi, Alfonsín o el propio Menem, de ninguno de ellos podría decirse que se limitaron a expresar las tendencias previamente detectadas en el mercado electoral. Primero tuvieron una idea, ya fuera ella la justicia social, el desarrollo, la democracia o la estabilidad. Apostaron a ella. Después, sólo después, ganaron. Pero apostar es arriesgar. Muchos como ellos también apostaron y perdieron. Los ganadores y los perdedores tuvieron sin embargo algo en común: quisieron anticiparse y guiar a los demás.
¿Es éste el caso en la Argentina actual? Cuando nuestros candidatos presidenciales concentran sus mensajes, por ejemplo, en la lucha contra la desocupación, ¿lo hacen porque creen verdaderamente que ella es prioritaria o porque previamente las encuestas les indicaron que ella es popular? ¿Obedecen a su propia conciencia o a sus asesores de imagen, ya sean ellos norteamericanos, brasileños o criollos? ¿Lideran o siguen a los demás?
De la Rúa aparece ahora con la firme imagen de un vencedor. Todo es confusión, en cambio, en el cuartel de Duhalde. ¿Pero a qué se debe esto? ¿A que De la Rúa está demostrando ser mejor que Duhalde o a que lo favorecen las encuestas? ¿A que piensa mejor o a que mide más? En una cultura cada vez más cuantitativa y menos cualitativa como la que hoy nos envuelve, ¿no estaremos confundiendo "más" con "mejor"? Quizá De la Rúa sea mejor que Duhalde. Lo que exalta su figura, empero, es la cifra y no el concepto. Si mañana Duhalde se le adelanta en las encuestas, ¿no se supondrá que Duhalde, y no De la Rúa, es el mejor?
El imperio del marketing
En el campo de los estudios políticos, este giro cultural se expresa en el auge de una nueva materia, el Marketing político . Ella desafía hoy a la filosofía política y a la ciencia política. La clásica advertencia de Cicerón según la cual una república es saludable "cuando los más eligen a los mejores", nos va quedando cada día más lejos.
Es que ya no sabemos bien quién es el mejor. Sólo sabemos quién impresiona más. Y de ahí deducimos que es el mejor. ¿En qué es mejor? En que se ha conectado más hábilmente con los más. En que mide mejor.
Sería injusto culpar exclusivamente a los políticos por quemar incienso en el altar del marketing. Hay películas que se ven porque son excelentes. Otras, tanto o más "taquilleras", venden aunque sean pésimas. Lo mismo vale para la música o para la televisión. Por este camino, pronto supondremos que Ricky Martin es mejor que Piazzolla o Vivaldi.
Quienquiera siga de cerca la lista de best sellers de The New York Times sabe que a su tope no figuran habitualmente grandes libros sino los de aquellos autores que han sabido elaborar la mezcla exacta de sexo, violencia o autoayuda que demanda el mercado. Desde una conciencia exigente, "más" equivale con frecuencia a "peor".
¿Es ésta una crítica "elitista"? No tiene por qué serlo. El elitista supone que lo mejor es necesariamente impopular. El demagogo de la política, el arte o la televisión cree a su vez que sólo lo popular es mejor. El demócrata piensa primero por sí mismo y arriesga una propuesta, sometiéndose después al veredicto popular.
Pero si pierde, no por ello renuncia a la idea que concibió con autenticidad. No reniega de la ley mayoritaria de la democracia. Pero tampoco supone que las mayorías, sea en política o en arte, tienen necesariamente, sólo por serlo, la razón. Vencido una vez, replanteará su propuesta porque espera que alguna vez sea aceptada; que, si lo que piensa es elogiable, alguna vez será elogiado. Aunque él, finalmente, no lo vea. La justicia del reconocimiento llega tarde a veces para la vanidad del creador. Pero queda en los anales de la historia, de la conciencia, o de Dios.
Cuando se sigue este camino, la democracia encierra la competencia entre los creadores políticos o artísticos por enriquecer a la comunidad con sus ideas, a la espera de que el reconocimiento popular exprese el consiguiente enriquecimiento de la comunidad. Los demás, los adoradores de la medición, los que resignan una vocación de liderazgo por el plato de lentejas del aplauso instantáneo, quedarán en el desván de la moda, no en el panteón de la historia, después de haber empobrecido a su comunidad al limitarse a repetir lo que ella ya sabía.
¿Quién se acordará mañana de los artistas y los escritores, los políticos y los comunicadores que hoy sacrifican su talento ante el altar de la moda? Son arbustos, no son robles. Nuestros herederos, si ellos prevalecen, ¿bajo qué sombra se cobijarán?


