Primero, la pelota fue placer y alegría
Recuerdo la generosidad con la que se combaban los tablones del viejo Gasómetro cuando mi padre y yo, junto a toda la Popular, saltábamos para alentar a San Lorenzo de Almagro. Si uno se asomaba entre los tablones, cuya resistencia nadie ponía en duda, podía atisbar el vacío. Desde mis 10 años, sentía que esa flexibilidad no era un peligro, sino un regalo del cielo: me ayudaba a saltar más alto en medio del canto atronador de la hinchada, que aquel año de 1972 tuvo razones de sobra para festejar. De la mano de Heredia, Telch, Cocco y Ayala, y bajo la guía del “Toto” Lorenzo, el equipo ganó el Metropolitano y el Nacional. Fue el primer bicampeón en la historia del fútbol argentino.
Mi padre había nacido en una familia donde todos eran de Independiente. Se hizo de San Lorenzo por un maestro de la primaria al que quería y admiraba. Estaba lejos de ser un fanático, pero disfrutaba de esas escapadas a la cancha con el hijo mayor. Para mí eran lo más parecido a la aventura, la posibilidad de asomarme a un mundo donde once héroes podían conquistar la gloria. Allí la experiencia de la euforia colectiva todavía no estaba teñida de violencia.
"Para mí, el Mundial es como la Navidad o el verano. En la inminencia de su llegada, uno presiente que está por recuperar algo puro que perdió en la infancia"
Después de los 15 no volví a la cancha. En verdad, volví solo en 1982, cuando San Lorenzo descendió a la B, porque a los amores no se los abandona en la mala. Reconquistada la categoría, dejé de seguir la suerte del equipo. Desde entonces el campeonato local me resulta indiferente, y cuando escucho hablar de él me suena complicado, artificial, a años luz de la alegría simple que me había dado el fútbol de chico. Sin embargo, mi corazón sigue siendo azulgrana. Soy un hincha desapasionado, que es como no serlo. Algo parecido me pasa con la Selección. Veo los partidos y quiero que gane, claro. Pero soy el marciano que prefiere que el equipo juegue bien a que se lleve una victoria mezquina.
Tengo con los Mundiales una relación ambivalente. Para mí, el Mundial es como la Navidad o el verano. En la inminencia de su llegada, uno presiente que está por recuperar algo puro que perdió en la infancia y que ahora, en la vida adulta, necesita con desesperación. Es algo difícil de definir, pero tiene sabor a fiesta, a celebración gratuita, a juego y a tiempo libre, y está ligado al abandono con el que nos entregamos a un rito que nos rescata de la rutina para abrir un espacio de disponibilidad donde todo puede suceder. Esa expectativa se parece a la felicidad, que solo puede ser presentida. Por supuesto, la infancia no vuelve y ese algo tampoco. Apenas podemos evocarlo. Quizá porque las cosas se viven una sola vez y es vano todo intento por volver a reproducirlas. O porque hemos perdido la capacidad de entregarnos al rito y vivimos en una literalidad asfixiante. En el mundo adulto, el fútbol ya no es juego. Al menos, no es solo juego. Es muchas otras cosas más y ese es parte del problema.
Así lo planteó el escritor mexicano Juan Villoro: “El oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercialización de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada”.
Incluí esa cita en una nota que escribí en 2006 para recibir el Mundial de Alemania. Se publicó en la revista de este diario. Como era una nota sobre la pelota (“Su majestad, la pelota”), quise hablar con alguien que mantuviera con ella un trato especial, íntimo, y me di el gusto de charlar con Ricardo Bochini. Me contó que de chico, en Zárate, jugaba fútbol todo el día con una de trapo (“papel y géneros dentro de una media”). La de cuero llegó a los 8 años, cuando completó con sus hermanos el álbum de figuritas. “Al final nos faltaban las más difíciles, que eran la de Pelé y la de Néstor Rossi. Las conseguimos y por fin sacamos la número cinco”.
Ya avanzada la conversación, desenfundé sin pudor la pregunta obvia, la más banal, que en este oficio a veces resulta la más efectiva:
–¿Qué es para vos la pelota?
Se hizo un silencio largo del otro lado de la línea. La respuesta que por fin soltó Bochini resultó cualquier cosa menos banal: “Para mí la pelota es todo. Empecé a jugar al fútbol a los cinco. La pelota fue primero placer y alegría. Después, con el tiempo, fue medio de vida”.
Entre los que se ganan la vida con la pelota, muchos lo hacen en buena ley, entregándolo todo, como el legendario 10 de Independiente. Otros en cambio ensucian el balón y hacen del fútbol un mundo oscuro, ligado a la violencia y la marginalidad, del que obtienen riqueza y poder. Este mismo Mundial ha sido seriamente denunciado por respetados organismos de derechos humanos.
Sin embargo, como dice el Bocha, la pelota fue primero placer y alegría. Eso es lo que uno espera, con una cuota de ingenuidad, de un Mundial. Algo que no necesariamente ha de estar atado a los resultados. Placer y alegría. Ojalá los once de Scaloni recuerden esto cuando hoy salgan a la cancha en Qatar. En la cima del deporte, conservar la llama y volver a las fuentes. Ojalá no sufran ni nos hagan sufrir. Ojalá regalen el placer del buen fútbol. Y nos den una alegría.