Qué fue de los antiguos manuales de la escuela
Más allá del nombre redundante que se le daba en la escuela, el “libro de lectura” nos acompañaba durante todo el año. ¿Para qué otra cosa sino para leer podía servir un libro? Las estrategias pedagógicas, sin embargo, no venían solas. Los manuales proveían un conocimiento, una ideología y una escala de valores en común.
Como cada una de las maestras y cada uno de nosotros los alumnos, los libros también tenían un nombre propio: Campanita, Papel picado, Girasoles, Dulce de leche, Semillita, Manual del alumno bonaerense. Experimentaba sentimientos ambiguos con los libros de lectura y los manuales escolares: eran y no eran libros. Venían con ejercicios obligatorios para hacer en horario escolar o más tarde en el hogar (en aquellos años todos los libros presuponían que había un hogar siempre); las ilustraciones invadían las páginas desde el índice hasta la página final y a veces el libro nos hablaba con condescendencia en segunda persona.
Había una sobreabundancia de perros simpáticos en las páginas, con la lengua afuera, que hacían equilibrio entre los ejercicios de sintaxis y las descripciones de árboles nativos de la Argentina. Algunos libros de lectura, como Martín y yo, contaban una historia de amistad entre un chico y un perro. Sabíamos muy bien de qué se trataba eso. Esas eran las páginas que la maestra reservaba para ejercitar la lectura en voz alta, que nunca fue ni será mi fuerte. En la tapa estaba Martín (que usaba unos jeans impactantes) y su perro. ¿Quién era ese yo del título?
Sin que nos diéramos cuenta entonces, las tipografías de los libros de lectura cambiaban a medida que crecíamos. Se volvían menos rotundas; fluían del adoctrinamiento alfabético a la narración de hechos cotidianos, que pocas veces eran tocados por el don de la paradoja. Una letra, una sílaba y luego una palabra habían dejado de ocupar media página para dar lugar a frases y relatos cortos. Las imágenes de paisajes con molinos, ríos y campos de maíz, los gráficos y los mapas estaban siempre.
Nadie en la familia coleccionó los libros escolares que usé durante los años 70, pero mis compañeros y yo conservamos recuerdos. Poemas de Gabriela Mistral, María Elena Walsh y Alfonsina Storni que debíamos aprender de memoria para recitar sin ayuda del texto impreso; la ejecución de una receta de dulce de leche que venía en el libro homónimo de cuarto grado (seguramente para aprender a seguir los pasos de un texto con instrucciones); las irrisorias palabras cruzadas en las que debíamos poner a prueba nuestros conocimientos en materia de geografía o biología; el método necesario para redactar una carta a nuestra abuela o al presidente de la República Argentina formaban parte del volumen de turno. De primero a séptimo grado, esos libros de tapas duras y páginas más inamovibles que las pirámides de Egipto viajaban desde las casas hasta la escuela de lunes a viernes.
“El modelo pedagógico que marcó los libros de lectura hasta los años 70 y, en algunos casos hasta los 90, consideraba la enseñanza de la lectura desde tres aspectos –escribe María Cristina Linares, investigadora y docente de la Universidad de Luján-: lectura mecánica, lectura intelectual y lectura expresiva. Aunque debían ser apreciados simultáneamente, durante la actividad escolar le fue otorgada preponderancia al último aspecto. Los objetivos perseguidos en la enseñanza y práctica de la lectura resultaron ser tan importantes como los modos de hacerlo: la emoción con un fin estético, el tono de voz, los gestos y los modales del lector.”
La práctica más habitual de lectura grupal que recuerdo era la siguiente: las maestras de pie, en el frente del aula, leían y hacían comentarios en voz alta (de pronto, un comentario podía convertirse en una interrogación arrojada al aire). Luego, seguía una lectura a coro entre todos los compañeros. En esas ocasiones, si podíamos, reemplazábamos el fin estético por el gag cómico. Alargábamos las o y hacíamos sonar las dobles r como si fueran una sh. O interpretábamos los puntos suspensivos como un silencio sin fin. Como la lectura es una de las artes de la paciencia, en la que la comprensión tarda en llegar (si llega alguna vez), las maestras meneaban la cabeza o pedían silencio entre las risotadas.
Pasaron los años y supe que los libros escolares tenían autores, como pasaba con La isla del tesoro y Las aventuras de Tom Sawyer. No eran (solamente) un invento de propaganda ministerial ni (solamente) un negocio editorial con lectores cautivos. Muchos, por no decir todos los autores, eran docentes que habían estudiado en los antiguos magisterios y en los profesorados del país, que habían trabajado en escuelas y que se las habían ingeniado para imaginar formas de enseñanza coloridas y optimistas para los ciudadanos del futuro.