Querernos más allá de nuestras creencias
Cuando comencé a embalar las cajas para mi mudanza hace unos días, naturalmente, aparecieron algunas cosas que no encontraba hace varios años.
Entre ellas, un álbum de fotos de mi adolescencia y, en particular, una imagen en la que, en mi Bar Mitzvá, aparezco bailando con una prima hermana, muy sonrientes los dos.
Si disfruté mucho de aquella fiesta de mis 13 años en casa de mis padres en Belgrano fue por la presencia de mi amplia familia materna, entre ellos, de aquella prima.
Un tiempo después, empecé a acercarme más a la religión, aunque paradójicamente, esa decisión, lejos de acercarnos, nos alejó.
Sin educación judía formal en mi infancia, mi camino hacia la religión se dio en mi adolescencia, a través de un templo Reformista, la rama más progresista del judaísmo, llamado Emanu-El.
Primero fui a unos grupos de recreación, luego fui “madrij” –líder juvenil- y hasta pensé en ser seminarista por la influencia del gran rabino que lideraba aquella comunidad.
Sin embargo, mi prima, como algunos otros, entendieron que ese no era el sendero correcto, porque el judaísmo para ellos tenía mucho más que ver con el ritual que con el humanismo.
Tiempo después, la volví a ver en una fiesta. Pero de lejos: yo seguía siendo yo. Pero ella se había transformado en ortodoxa.
Quise acercarme a saludarla, pero la tradición lo impedía. Nos vimos algunas veces más, aunque cada vez nos encontramos menos, porque nuestras vidas se fueron bifurcando.
Claro está, que el punto más doloroso fue cuando decidí casarme con una mujer que no era de la “cole” y, aunque la mayoría de mi familia asistió feliz a la fiesta, unos pocos decidieron que la tradición era más importante que nuestro amor como familia.
Hace pocas semanas la volví a ver, lamentablemente, en el velorio de su madre, mi tía que tan bien cocinaba en nuestras comidas familiares en Barracas, donde disfrutábamos de las kipe y las lajmashim cuando éramos chicos.
Apenas la miré, mi instinto fue querer ir a abrazarla para expresarle que lo sentía mucho, que la acompañaba en el dolor.
No pude llegar a hacerlo, pero al menos ella me tendió la mano y en esa mano tendida sentí el afecto que se había perdido durante algunas décadas.
No creo que podamos volver a ser aquellos jóvenes que bailábamos ajenos a todo tipo de prejuicio, pero no pierdo la esperanza de que encontremos un punto de encuentro en el cariño, más allá de nuestras creencias.