
¿Quién representa al pueblo?
En menos de cincuenta días, la oposición se ha manifestado mediante dos paros generales y un apagón. Si se atiende no sólo a las imágenes sino también a las encuestas, podría afirmarse que la mayoría de los argentinos respalda la protesta. Sin embargo, el jueves último, al referirse al paro de 36 horas en un artículo para La Nación, el presidente Menem afirmó: "No aceptaremos jamás intermediarios entre el pueblo y el Gobierno. Porque el pueblo eligió al Gobierno y éste es hoy por eso mismo el gobierno del pueblo". Al mismo tiempo, los dirigentes sindicales y políticos que lideran la protesta decían una y otra vez que el Gobierno ha perdido contacto con la gente, que se ha vuelto "autista" y que la verdad de lo que piensa el pueblo ya no se expresa en los despachos oficiales sino en las calles y en las plazas, donde se vuelca el mal humor de los argentinos.
Supongamos ahora que un ángel bajara del cielo con el deseo de interpretar al pueblo. ¿A quién escucharía? ¿De quién diría que es el auténtico representante del pueblo?
Argumentos y sobreargumentos
La tesis del presidente Menem tiene sólidos fundamentos constitucionales. La voluntad del pueblo, que es la residencia última del poder en nuestra democracia, sólo se manifiesta en tiempo y forma a través de las elecciones. Quienes pretendieran que ahora son ellos los nuevos representantes del pueblo porque los respalda el pueblo en la protesta, quedarían afuera de la democracia. El artículo 22 de la Constitución Nacional es, en tal sentido, lapidario: "El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición".
Aun cuando esté sitiado por una ola de protestas, pues, el gobierno surgido el 14 de mayo del año anterior continúa siendo el gobierno del pueblo, y en este punto Menem tiene razón. Pero las facultades de un gobierno elegido por el pueblo no son por ello ilimitadas. Hagamos al respecto un experimento mental. Supongamos que el Presidente se transformara en una suerte de dictador. ¿Le bastaría en tal caso para mantener su legitimidad el haber sido elegido por el pueblo?
Desde antiguo la doctrina distingue entre dos tipos de legitimidad. Una, de origen. Otra, de ejercicio. Quien llega al poder por otra vía que las elecciones libres, es un usurpador. Carece de legitimidad de origen. Pero puede ocurrir que, una vez en el poder, el usurpador se rectifique a un punto tal que gane legitimidad de ejercicio. Por ejemplo, si encamina al país en dirección de las elecciones. Por eso es difícil pensar en el general Aramburu, en 1958; el general Lanusse, en 1973, o el general Bignone, en 1983, como en simples dictadores al igual que sus antecesores.
También puede ocurrir que un presidente legítimo por su origen popular cometa excesos que lo expongan a los controles imaginados por la Constitución. El primero de ellos es, por supuesto, el juicio político. A dos años de haber ganado las elecciones por una de las diferencias más rotundas de la historia norteamericana, Nixon tuvo que alejarse del poder en medio del escándalo de Watergate. No fue distinta la suerte que sufrieron el presidente brasileño Fernando Collor de Mello y el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez.
La reforma constitucional de 1994 ha agregado nuevos controles. En su artículo 36, reconoce a todos los ciudadanos "el derecho de resistencia" contra quienes incurrieren en actos de fuerza reñidos con el orden institucional, ya sean ellos un nuevo Videla o un vernáculo Fujimori. También acuerda a los ciudadanos en su artículo 39 el derecho de iniciativa para presentar proyectos de ley que podrían, hipotéticamente, afectar el poder presidencial. El artículo 40 otorga al Congreso la facultad de someter un proyecto de ley a la consulta popular. Esta podría ser otra vía para oponerse a un presidente distanciado de las mayorías.
Sería injusto afirmar que el gobierno del presidente Menem encaja dentro de este experimento mental. Pero hay que reconocer al mismo tiempo que la Constitución de 1853-1994 abunda en remedios contra cualquier exceso presidencial. El derecho a la representación popular ganada en elecciones limpias, en suma, no es absoluto. No es un cheque en blanco para que un presidente, una vez elegido, haga lo que quiera.
No basta con afirmar, sin más, que el gobierno es el gobierno del pueblo. Si lo es por su origen, también lo debe ser por su ejercicio. La voluntad del pueblo se expresa cada cuatro años. La voz del pueblo debe escucharse todos los días.
Pero la voz del pueblo no sustituye a la voluntad del pueblo. Del hecho de representar la voz del pueblo en un momento dado mediante exitosas medidas de protesta, los opositores no pueden deducir que también representan su voluntad. De la voz a la voluntad media una distancia imposible de salvar al margen de las votaciones periódicas que prevé el sistema.
Los opositores no deberían olvidar en tal sentido que muchos de los que los acompañaron en las plazas del país el último jueves, habían votado por Menem. ¿No lo harán en adelante? No lo sabemos. Es que la expresión de una protesta no coincide necesariamente con la expresión del voto. La protesta expresa lo que no se quiere. El voto expresa lo que se quiere. De lo negativo a lo positivo media una distancia que hay que salvar. No es imposible que muchos de aquellos que hoy se quejan voten de nuevo al justicialismo en la elección parlamentaria de 1997 o en la elección presidencial de 1999 por la misma razón que lo hicieron en 1995: por falta de mejores opciones.
Tanto el Gobierno como la oposición tienen, por lo visto, argumentos en su favor. Al Gobierno lo ampara, todavía, la voluntad del pueblo. A la oposición, la voz del pueblo. Pero ambos sobreargumentan cuando -porque captan la voz- creen haber ganado el voto o -porque tuvieron el voto- ignoran la voz.
El tesoro del consenso
El desgarramiento que sufre el pueblo argentino entre el voto que emitió el año último y la voz que expresa ahora es, de todos modos, un síntoma inquietante. La clave del consenso plenario de los argentinos se les escapa por igual a gobernantes y opositores como un tesoro bien escondido. Vamos a suponer que la mayoría de los argentinos quiere tres cosas: (I) completar la transformación de la economía cerrada, inflacionaria e ilusoria de la que vienen y a la que no quieren volver en una economía moderna, competitiva y próspera como aquella que impera en los países capitalistas avanzados; (II) aliviar decisivamente los altos costos sociales de la transformación económica, que se manifiestan en flagelos tales como la desocupación y la marginalidad; (III) ser guiados en la travesía por un gobierno que sea un ejemplo de austeridad y de honestidad, castigando severamente a los corruptos y a los evasores.
La oposición, que enfatiza con vigor los puntos segundo y tercero de este programa, parece hacerlo en contradicción con el primero, como si anular la transformación económica fuera el único medio para lograr la equidad social y la reparación moral. Esto le confiere al Gobierno la ventaja de proclamarse el único garante del primer punto, una ventaja que pierde no bien demuestra su indiferencia hacia los dos restantes. Nadie acierta a encontrar la diagonal que une el primer punto con los demás. Cuando aparezca quien lo haga, galvanizará el consenso.







