Retrato de un héroe secreto
A fines de agosto, pero de 1936, el médico Esteban Laureano Maradona redondeaba el diseño de A través de la selva , un libro que despachó desde la estación Guaycurú -luego Estanislao del Campo- del FF .CC. de Formosa. El texto lo basó en la serie Páginas Sueltas que publicó El Reflector, de Pigüé, remitidas hace 65 años a Antonio Felice, director del periódico. Los envíos desde la lejanía boscosa los redactaba cerca de la estación flanqueada por tres ranchos y una especie de tapera, su único refugio. Para entonces, Maradona -de 41 años y casi 2 de residencia en esa inhóspita selva donde las tribus nómadas ya lo llamaban "el doctor Dios"- seleccionó sus escritos en brechas de su asistencia a aborígenes enfermos, a veces urgidos de audaces cirugías. Pero el libro, un resumen costumbrista sobre tribus y tratado botánico naturalista, merecía sus fervores. Armonizó la serie de El Reflector y le agregó ilustraciones de su propio trazo, fotografías y algunas reflexiones finales.
Hoy también se cumplen 34 años de encontrarlo (1967) en el mismo lugar y tapera, septuagenario, los ojos claros hundidos entre la piel quebradiza y el entorno propio de la indigencia. Fue la primera visita que le hacía un periodista en el sitio donde se dejó atrapar por la selva compadecido de la salud de las tribus que ya no usaban taparrabos, pero lucían su deshilachada pobreza, "todavía parias en su propia tierra" (no hubo cambios en tres décadas de un exterminio llamado abandono).
El "doctor Dios" no se había otorgado concesión ni privilegio alguno (de viejo eludiría los homenajes). Tenía apenas un catre, un baúl con pocas pertenencias, el equivalente a cuatro volúmenes de escritos e investigaciones y un farol de querosén. También el maletín médico y sus manos sarmentosas dispuestas a alzarlo en la primera urgencia. En aquel encuentro, este personaje de una raza moral ya desaparecida y con 72 años, se desprendió del último ejemplar de A través de la selva y se despidió con una lágrima que quiso borrar avergonzado. Desde entonces el libro transpolado hasta la ciudad envanecida de espaldas a su origen y a su historia pasó a ser una especie de evangelio doméstico de secretos solidarios, o el grito de un médico que renunció a todo menos a desamparar a aquellos infelices. Es un libro sin solapa de rastro biográfico ni fotografía de autoestima, aunque era un santafecino con el apellido y ascendencia en el Maradona diputado a la Junta Grande. Había perdido -casi- el contacto con el dinero, permanecía ajeno a las comodidades modernas, y cuando murió, casi centenario, no hubo grandes titulares (llegó a saber de la existencia de "un muchacho millonario de mi apellido").
Había nacido en la provincia de Santa Fe el 4 de julio de 1895, hijo de Waldino Baldomero Maradona, "un sanjuanino altanero que se asentó en Barrancas -cerca de Santa Fe- en los tiempos que asesinaron a Urquiza". Su madre fue Encarnación Villalba. Cursó el secundario en el porteño Nacional Mariano Moreno y resultó un rebelde envuelto en la pasión de las ideas que bullían en la Universidad de Buenos Aires. Esa iracundia -según su confesión sin arrepentimientos- postergó la colación como médico hasta 1929, cuando pasó a ser médico agregado en los hospitales Muñiz y Rivadavia y se especializó en leprología en el Instituto Biológico Argentino.
Pero bastó el quiebre republicano que asestó el general Uriburu en 1930 para pasar a ser un perseguido político. Fugó al Chaco a curar leprosos que languidecían en la isla del Cerrito. El exilio interior no fue suficiente: la policía territorial lo molestaba todavía en el invierno de 1932, cuando ya ardía la Guerra del Chaco. Decidió cruzar al Paraguay en disputa con Bolivia. En tierra guaraní fue médico de campaña y luego director del Hospital Naval. Entre metralla y amputaciones llegó el amor, pero la tierna Aurora Ebalí "ocultó una enfermedad por cuestiones del pudor. Abundaban las malas aguas y hacía estragos el bacilo Eberth que produce la tifoidea, terrible y hemorrágica", explicó ya anciano y dolorido para justificar su inútil regreso del frente para toparse con aquella muerte que selló su eterno celibato.
En junio de 1935 llegó la paz en la que intervino Carlos Saavedra Lamas, el primer argentino que logró el premio Nobel y Maradona retornó para recorrer la selva norteña, conocer el Noroeste y las reliquias precolombinas (sin saber que él mismo sería postulado dos veces para el mismo lauro). Quería volver a Buenos Aires cerca de su madre, pero cuando el 10 de noviembre el tren desde Formosa hacia el Oeste se detuvo en Guaycurú, pidieron un médico a gritos. Lo llevaron ante una muchacha parturienta de 16 años en duro trance. "Se llamaba Mercedes Almirón y hacía tres días que estaba a la muerte, pero con mis manos logré que su hija naciera y ya es abuela en Tucumán", evocó en otro atardecer de silencio, como aquel en que perdió el tren. Para siempre.
Es que se corrió la voz de su milagro y la selva abrió entre las espinas de los vinales los senderos de la esperanza y la salud para quienes la habían perdido. Los vio llegar con "la mueca salvaje, el aire de sumisión que se lee en sus oblicuos ojos de extraña penetración y la resignación de un espíritu deprimido con emoción en los labios y la paciencia en los pies", como fechó en Guaycurú. Cuando armaba su libro, acababa de morir la impredecible Lola Mora y el fervor por Gardel crecía a un año de su tragedia.
Maradona resistió en la selva más allá de los 95 años. Finalmente esperó en Rosario lo inevitable, lúcido y brillante. Hubo tiempo para charlar, y vigor para un abrazo, inolvidable por la ternura y modestia de estos próceres poco conocidos, sin ovaciones ni tribunas colmadas. (Murió el 14 de enero de 1995.)